31 octubre, 2015
La tarde del pasado domingo me asaltaron mis novicios para solicitarme un análisis -a modo de diagnóstico-, del Sínodo recién clausurado. Otros hermanos más maduros en estas lides y con doctorados en la cogulla, que como nuevos Nicodemo me visitan en la celda cuando ya está bien pasada la hora de Completas, también han llegado solícitos y preguntones. Todos felices y contentos. Todos sintiéndose vencedores. Todos embobados y aplatanados. Todos con euforias y entonando eurekas.
He tenido que recurrir al más burdo autobombo para convencerlos: Ya avisé de lo que se nos venía encima cuando escribí ¡Francisco, destruye mi Iglesia! o cuando llamé la atención sobre la entrada triunfal de Gramsci en el Vaticano. Y eso que entonces no podíamos calibrar del todo la que se nos venía encima. Sospechábamos algo, aunque no sabíamos entonces hasta qué punto el Huracán Patricia es un vientecillo anémico y raquítico frente al Efecto Francisco. Atila le llamé yo por entonces. Pero me resulta muy difícil convencer a pardillos con exceso de euforia. Así que mis hermanos de ambos lados del espectro monacal, están felices con los resultados del Sínodo.
Los novicios que se las dan de conservadores, han pasado a bobalicones de referencia al pensar que han ganado las propuestas de algunos obispos (pocos) que levantaron tímidamente la voz, aunque les cortaran el micrófono. Andan diciendo que la doctrina ha quedado intacta y que ha sido una dura derrota de los alemanes. Casi me da un ataque de risa. Deben temblar en el Hades ante tan audaces analistas. Sigue leyendo