Santa Misa Dominical

TERCER DOMINGO
DESPUÉS DE PASCUA 

(Doble – Ornamentos blancos )

Dentro de poco no me veréis

Han pasado tres semanas de alegría. Ahora la Resurrección marcha rápida hacia la definitiva exaltación del Cristo, hacia la Ascensión… Hoy empezamos a pensar ya en la separación, y nuestra alegría se empaña con un halo de suave melancolía.

Comenzamos levantando al Cielo gritos de Júbilo: «Cantad con júbilo a Dios, toda la tierra, entonad salmos a su Nombre«. Pero San Pedro nos recuerda luego que somos extranjeros y peregrinos que todavía no hemos llegado a la Patria conquistada por la sangre de Cristo (Epístola), y que, por tanto, debemos trabajar, caminar y vivir con espíritu de los que se han revestido de Cristo.

Reconociendo nuestra debilidad, pedimos a Dios que nos conceda, a todos los que llevamos el nombre de cristianos, la gracia de rechazar cuanto se oponga a este nombre y de seguir cuanto con él conviene (Oración). El primer peregrino es el mismo Cristo, que nos habla ya en el Evangelio de su próxima partida.

Pronto va a privarnos de su presencia para poder enviarnos el Espíritu Santo, en el cual encontrarán los Apóstoles, y todos los nacidos y resucitados en Cristo, el valor necesario para llevar dignamente el nombre cristiano.

Introito. Ps. 55, 1-2

INTROITUS Jubilate Deo, omnis terra, alleluia: psalmum dicite nomini ejus, alleluia: date gloriam laudi ejus, alleluia, alleluia, alleluia. – Ps. Ibid. 3. Cicite Deo, quam terribilia sunt opera tua, Domine: in multitudine virtutis tuae mentientur tibi inimici tui. Gloria. IntroitoCantad con júbilo a Dios, toda la tierra, entonad salmos a su Nombre, aleluya. Glorificadle y alabadle, aleluya, aleluya, aleluya.- Decid a Dios: ¡cuán estupendas son tus obras, oh Señor! Tan grande es tu poder, que serás glorificado por tus mismos enemigos. Gloria al Padre,

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CRISTIADA

Mañana se estrena

 LA HISTORIA DE MÉXICO QUE TE QUISIERON OCULTAR

Una narración épica de la Guerra Cristera (1926-1929), que fue detonada por el intento del gobierno mexicano de suprimir la libertad de culto. La película sigue la epopeya de gente ordinaria de todo el país que eligió defender su libertad. Todos ellos deberán decidir si están dispuestos a dar su vida por defenderla.

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Felices Pascuas de Resurrección

Resóndens autem Angelus, dixit muliéribus:  « Nolíte timére vos: scio enim, quod Jesum, qui crucifíxus est, quáeritis: non est hic: surréxit enim, sicut dixit.

Hablando el ángel, dijo: No temáis vosotras, pues ya sé que buscáis a Jesús, el crucificado; no está aquí, pues resucitó como lo dijo.

Pregón Pascual

(Antiquísimo y Bellísimo Poema Litúrgico de la Iglesia Católica Primitiva)

Exulten por fin los coros de los ángeles,
exulten las jerarquías del cielo,
y por la victoria de Rey tan poderoso
que las trompetas anuncien la salvación.

 

Goce también la tierra,
inundada de tanta claridad,
y que, radiante con el fulgor del Rey eterno,
se sienta libre de la tiniebla
que cubría el orbe entero.

 

Alégrese también nuestra madre la Iglesia,
revestida de luz tan brillante;
resuene este templo con las aclamaciones del pueblo.

 

En verdad es justo y necesario
aclamar con nuestras voces
y con todo el afecto del corazón
a Dios invisible, el Padre todopoderoso,
y a su único Hijo, nuestro Señor Jesucristo.

 

Porque él ha pagado por nosotros al eterno Padre
la deuda de Adán
y, derramando su sangre,
canceló el recibo del antiguo pecado.

 

Porque éstas son las fiestas de Pascua,
en las que se inmola el verdadero Cordero,
cuya sangre consagra las puertas de los fieles.

 

Ésta es la noche
en que sacaste de Egipto
a los israelitas, nuestros padres,
y los hiciste pasar a pie el mar Rojo.

 

Ésta es la noche
en que la columna de fuego
esclareció las tinieblas del pecado.

 

Ésta es la noche
en que, por toda la tierra,
los que confiesan su fe en Cristo
son arrancados de los vicios del mundo
y de la oscuridad del pecado,
son restituidos a la gracia
y son agregados a los santos.

 

Ésta es la noche
en que, rotas las cadenas de la muerte,
Cristo asciende victorioso del abismo.
¿De qué nos serviría haber nacido
si no hubiéramos sido rescatados?

 

¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros!
¡Qué incomparable ternura y caridad!
¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!

 

Necesario fue el pecado de Adán,
que ha sido borrado por la muerte de Cristo.
¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!

 

¡Qué noche tan dichosa!
Sólo ella conoció el momento
en que Cristo resucitó de entre los muertos.

 

Ésta es la noche
de la que estaba escrito:
«Será la noche clara como el día,
la noche iluminada por mí gozo.»

 

Y así, esta noche santa
ahuyenta los pecados,
lava las culpas,
devuelve la inocencia a los caídos,
la alegría a los tristes,
expulsa el odio,
trae la concordia,
doblega a los poderosos.

 

En esta noche de gracia,
acepta, Padre santo,
este sacrificio vespertino de alabanza
que la santa Iglesia te ofrece
por medio de sus ministros
en la solemne ofrenda de este cirio,
hecho con cera de abejas.

 

Sabernos ya lo que anuncia esta columna de fuego,
ardiendo en llama viva para gloria de Dios.
Y aunque distribuye su luz,
no mengua al repartirla,
porque se alimenta de esta cera fundida,
que elaboró la abeja fecunda
para hacer esta lámpara preciosa.

 

¡Que noche tan dichosa
en que se une el cielo con la tierra,
lo humano y lo divino!

 

Te rogarnos, Señor, que este cirio,
consagrado a tu nombre,
arda sin apagarse
para destruir la oscuridad de esta noche,
y, como ofrenda agradable,
se asocie a las lumbreras del cielo.
Que el lucero matinal lo encuentre ardiendo,
ese lucero que no conoce ocaso
y es Cristo, tu Hijo resucitado,
que, al salir del sepulcro,
brilla sereno para el linaje humano,
y vive y reina glorioso
por los siglos de los siglos.
Amén.

Tomado de:

http://www.conocereisdeverdad.org

La crucifixión

San Lucas 23,33-49.

109. Y puesto que ya hemos contemplado el trofeo, vea­mos ahora cómo el triunfador sube a su carro y no cuelga el botín conquistado del mortal enemigo sobre troncos de árboles o sobre las cuadrigas, sino que los despojos arrebatados al mundo los coloca sobre su patíbulo triunfal. No vemos aquí a los pueblos vencidos con las manos atadas a la espalda, ni el espectáculo de ciudades arrasadas o las estatuas de los lugares ocupados; tam­poco observamos las cabezas humilladas de los reyes cautivos, como suele ocurrir entre los triunfadores humanos, ni tampoco contemplamos que se lleva esa victoria hasta los límites de otro país; por el contrario, lo que vemos es precisamente que los pueblos y las naciones, llenos de alegría, son atraídos no por el castigo, sino por la recompensa, los reyes rinden adoración por propia decisión, las ciudades se entregan a un culto voluntario, las estatuas de las poblaciones reciben una especial mejora, no realizada ésta por el arte del colorido, sino hermoseadas por una fe entregada, las armas y los derechos de los vencedores se extienden por todo el orbe; contemplamos asimismo cómo el príncipe de este mundo es cogido preso y cómo los espíritus del mal que vagan por los cielos (Eph 6,12) obedecen a las ór­denes de una palabra humana, y cómo están las potestades sumisas y las diversas clases de virtudes resplandecen, no gracias a su seda, sino gracias a sus costumbres. Brilla la castidad, res­plandece la fe, y la valiente entrega se levanta ya airosa una vez que se ha vestido con los despojos de la muerte. El solo triunfo de Dios, la Cruz del Señor, ya hizo triunfar a todos los hombres.

110. Parece conveniente considerar el modo de subir (1). Yo lo veo desnudo; así tiene que subir el que se dispone a vencer al mundo, de modo que no se debe preocupar en buscar los auxilios del siglo. Adán, que fue a buscar el vestido (Gen 3,7), fue vencido, mientras que el vencedor es Aquel que se despojó de sus vestidos. El subió con la misma realidad con la que la naturaleza nos había formado bajo la acción de Dios. Así había vivido el primer hombre en el paraíso, y así también entró el segundo hombre al paraíso. Y con el fin de que el triunfo no fuera para El solo, sino para todos, extendió sus manos para atraer todas las cosas hacia sí (Io 12,32), con propósito de rom­per las ligaduras de la muerte, atarnos con el yugo de la fe y unir al cielo todo aquello que antes estaba ligado a la tierra.

111. También se coloca una inscripción. De ordinario, a los vencedores les precede un cortejo; y así el carro triunfal del Señor estaba precedido por el acompañamiento de los muertos resucitados. También es costumbre indicar con un escrito el nú­mero de naciones dominadas. En esa clase de triunfos que se dan dentro de un orden preestablecido, existen los pobres cautivos de las naciones vencidas, cosa que es vergonzosa cuando son ellas las desoladas; sin embargo, aquí resplandece le belleza de los pueblos redimidos. Los que llevan el carro son dignos de un triunfo semejante, y así, el cielo, la tierra, el mar y los infiernos pasan de la corrupción a la gracia. Sigue leyendo

El juicio del Señor

San Lucas 22,66 y 23,25.

97. Sigue a continuación un pasaje admirable que infunde en el corazón de los hombres una disposición de paciencia para sopor­tar, con igualdad de ánimo, las injurias. El Señor es acusado y calla. Con razón calla el que no necesita defenderse: querer de­fenderse es propio de los que temen ser vencidos. Y no es que, callando, apruebe la acusación, sino que el no protestar es una señal de que la desprecia. Porque ¿qué puede temer aquel que no desea salvarse? Por ser la salvación de todos, sacrifica la suya para obtener la de todos. Pero ¿qué podré decir yo de Dios? Susana calló y venció (Dan 13,35). En verdad, la mejor causa es la que se justifica sin defenderse. También Pilato absolvió en este caso, pero absolvió según su juicio, y le crucificó porque estaba de por medio el misterio. Verdaderamente esto era en parte propio de Cristo y en parte algo también humano, para que los jueces inicuos vieran que no es que no hubiera podido defenderse, sino que no había querido.

98. La razón del silencio del Señor la dio El mismo más adelante, diciendo: Si os lo digo, no me creeréis y, si os preguntare, no me responderéis, Lo más admirable es que El puso más interés en aprobar que era Rey que en afirmarlo con palabras, para que quienes confesaban eso mismo de los que le acusaban, no pu-diesen tener motivo para condenarle.

99. Ante Herodes, que deseaba ver de El algún portento, calló no dijo nada, fue porque su crueldad no merecía ver las cosas divinas, y así el Señor confundía su vanidad. Tal vez Herodes sea el prototipo de todos los impíos, los cuales, si no creen en la Ley y en los Profetas, no pueden, ciertamente, ver las obras de Cristo que se encuentran narradas en el Evangelio. Sigue leyendo

El fin de Judas

San Mateo 27,3-10.

93. No cabe la menor duda de que las lágrimas de Pedro eran de las derramadas como fruto de un corazón afectuoso; el traidor no tenía ni idea remota de ese llanto que lograba borrar la culpa, antes, por el contrario, el tormento de su conciencia le hacía con­fesar su sacrilegio, para que, mientras el reo se condena por su propio juicio y expía la falta con un suplicio voluntario, se mani­fieste la piedad del Señor, que no quiere vengarse por su propia mano, y su divinidad, que pregunta a su conciencia por medio de su poder invisible.

94. He pecado —dijo— entregando la sangre del justo. Y aunque la penitencia del traidor es ya vana, puesto que pecó con­tra el Espíritu Santo, con todo, existe algún atenuante en el cri­men al reconocer la culpa. Y aunque no resulta perdonado, sin embargo, comprende el cinismo de los judíos, los cuales, a pesar de ser acusados por la confesión del traidor, no obstante se arrogan los derechos del criminal contrato y se creen exentos de culpa, diciendo:¿qué nos importa a nosotros; allá tú. Verdaderamente son insensatos al creerse libres y no cómplices del crimen del traidor. En las cuestiones meramente pecuniarias, una vez resarcido el precio, cesa la obligación; así ellos, tan pronto recibieron el precio, llevan a término el sacrilegio, e impulsados por sus malos constantes deseos, toman como cosa suya la funesta venta de sangre, mientras pagan al vendedor el precio de su sacrilegio.

95. Evidentemente, pues, cuando este precio de sangre es colocado en lugar aparte en el tesoro sagrado de los judíos y con el dinero que fue vendido Cristo se compra el campo del alfarero; cuando este lugar es destinado para que sirva de cementerio a los extranjeros, el oráculo profético se cumple claramente y se revela el misterio de la Iglesia naciente. El campo éste figura, según la palabra divina, a todo el mundo (Mt 13,38); el alfarero representa a Aquel que nos formó del barro y del que lees en el Antiguo Testamento: Dios hizo al hombre del barro de la tierra (Gen 2,7), consevando, a voluntad, el poder no sólo de formarlo por la naturaleza, sino también el de reformarlo por la gracia. Porque, aunque caigamos, dominados por nuestros propios vicios, sin embargo, su misericordia nos devuelve el espíritu y el alma, según las palabras de Jeremías (18,2ss) y nos reforma.

96. Además, el precio de la sangre es el precio de la pasión del Señor. Y así, con el precio de su sangre, compró Cristo al mundo, ya que vino para que el mundo fuese salvado por El (Io 3,17), el cual es no sólo obra suya, sino también es algo que le corresponde por derecho. En otras palabras, vino para conser­var para la gracia de la eternidad a todos los que, por el bautis­mo, están consepultados y muertos con Cristo (Rom 6,4.8; Col 2,12). Pero no todos tienen indistintamente un mismo lugar para su sepultura, ya que, aunque el mundo admite a todos los hom­bres, no a todos conserva. Si bien hay un lugar común donde todos habitan, sin embargo, la sepultura es verdaderamente legítima sólo para aquellos que, gracias a la fe, son actualmente de la casa de Dios (Eph 2,19), aunque hubieren estado antes pere­grinando bajo la Ley. Y ¿quiénes son éstos, sino aquellos de quienes se dice: Acordaos de que en otro tiempo fuisteis gentiles y extranjeros, según la carne, de la sociedad de Israel y extraños en la alianza de la promesa? (Eph 2,11ss). Pero éstos ya no son extranjeros ni peregrinos, puesto que han merecido ser compañeros de los santos por derecho de la fe.
Tomado de:

Negación de Pedro

San Lucas 22,54-62.

72. Y Pedro le seguía a lo lejos. Con razón dice que le seguía de lejos, ya que estaba próximo a negarle; pues no podría ha­berle negado si se hubiese mantenido cercano a Cristo. Con todo, quizás debamos tener para con él una gran reverencia y admiración, puesto que, aun con mucho miedo, no abandonó al Señor. El miedo es propio de la naturaleza, pero la solicitud es hija de la piedad. Lo que uno teme es algo extraño; sin embargo, aquello de lo que no se puede huir es algo propio. Si él sigue, lo hace por una devota entrega, pero la negación es algo propio de la sorpresa. Su caída es algo común, su arrepentimiento está provocado por la fe. Ya había comenzado a arder el fuego en la casa del príncipe de los sacerdotes; y Pedro se acercó para calentarse, puesto que, una vez preso el Señor, se había enfriado también el calor de su alma.

73. Y por el hecho de que quien primero lo denuncia sea una esclava, cuando los que mejor le podían conocer eran los hombres, ¿qué nos quiso dar a entender, sino que también el sexo femenino había tomado parte pecaminosamente en la muerte del Señor y que sería, por lo mismo, también redimido por la pa­sión del Señor? Y por eso es una mujer quien recibe primero el misterio de la resurrección y guarda lo que se le había mandado (Io 20,14ss), con objeto de poder deshacer el antiguo error de la prevaricación.

74. Y al ser denunciado, Pedro reniega —admitamos, pues, que Pedro renegó, ya que el Señor le dijo: Tú me negarás tres veces (Mt 26,34), y, en verdad, prefiero creer que Pedro renegó antes que pensar que el Señor se equivoca—; y ¿qué es lo que él negó? Exactamente lo que había imprudentemente prometido. El había valorado su entrega, pero no había reflexionado sobre su condición humana y fue castigado por haber presumido de que moriría por El, cosa que es un regalo del poder divino y no un fruto de la debilidad del hombre (1). Si él pagó tan caro una palabra imprudente, ¿qué pena no tendrá reservada la falsa fe? Sigue leyendo

La agonía en el huerto

San Lucas 22, 39-53.

56. Padre, si es posible, pase de mí este cáliz . Existen muchos autores que toman este pasaje como argumento para sostener que la tristeza del Señor fue una prueba de debilidad que El tuvo toda su vida y, por tanto, que no le sobrevino sólo durante este tiempo, y así, parece como si quisieran retorcer el sentido natural de las palabras. Por lo que a mí se refiere, no sólo no creo que haya que excusarle, sino todo lo contrario; para mí no hay otro pasaje en el que admire más su amor y su majestad; y es que su entrega a mí no hubiera sido tan grande si no hubiese tomado mis mismos sentimientos. Así, pues, no hay duda que sufrió por mí Aquel que nada propio tenía por lo que pudiera sufrir, y, dejando a un lado la felicidad de su eterna divinidad, se dejó dominar por el tedio de mi enfermedad. El ha tomado sobre sí mi tristeza para comunicarme su alegría, y descendió sobre nuestros pasos hasta la angustia de la muerte, para llevarnos, so­bre sus pasos, a la vida. Y por eso hablo con plena confianza de la tristeza, ya que predico la cruz; en verdad, no tomó de la encarnación una apariencia, sino la misma realidad. En efecto, El debía tomar sobre sí el dolor para vencer la tristeza, no para aniquilarla, pues, de lo contrario, los que tuvieran que soportar la angustia sin dolor, no podrían ser alabados por su fortaleza.

57. Y así dijo: El varón de dolores sabe soportar los sufri­mientos (Is. 53,3), y nos dio una lección para que aprendiéramos, también con el caso de José, a no temer la cárcel (1), ya que en Cristo hemos aprendido a vencer la muerte, o mejor, el modo de vencer la angustia actual por la muerte futura. Pero ¿cómo te vamos a imitar, Señor Jesús, si no es siguiéndote como hombre, creyendo que has muerto, y contemplando tus heridas? Y, ¿cómo los discípulos habrían creído que Tú habías muerto si no hubiesen sentido la angustia del que está para morir? Así, aquellos por quienes Cristo sufría, se duermen sin conocer el dolor; esto es lo que leemos: El carga sobre sí nuestros pecados y sufre por nosotros (Is 53,4). No son tus heridas, Señor, las que te hacen sufrir, sino las mías; tampoco es tu muerte, sino mi enfermedad ; y te hemos visto en medio de esos dolores cuando estás doliente, no por ti, sino por mí; hasenfermado, pero por nuestros pecados (Is 53,5), es decir, no porque hubieras recibido del Padre esa en­fermedad, sino porque la habías aceptado por mí, ya que me traería un gran bien el hecho de que «pudiéramos aprender en ti la paz y de que sanases, con tu sufrimiento, nuestros pecados» (ibid.).

58. Pero ¿qué tiene de maravilloso que el que lloró por uno, aceptara la misión de sufrir por todos? ¿Por qué maravillarse de que sintiera tedio en el momento en que iba a morir por todos, cuando, en el instante de resucitar a Lázaro, comienza a derramar lágrimas? Allí le conmovieron las lágrimas de su piadosa her­mana, ya que le llegaron al fondo de su alma humana, y aquí le impulsaba a obrar el pensamiento profundo de que, al mismo tiempo que aniquilaba nuestros pecados, desterraba de nuestra alma la angustia por medio de la suya. Y quizás por esto se entris­teció, puesto que, después de la caída de Adán, de tal modo estaba dispuesta nuestra salida de este mundo, que nos era necesaria la muerte, pues Dios no creó la muerte ni se alegra de la perdición de los vivos (Sap 1,13), razón por la que a El le repug­naba sufrir aquello que no hizo. Sigue leyendo