
ANNA KATHARINA EMMERICK (1774-1824)
Beata Anne Catherina Emmerich (1774-1824)
Mística, Estigmatizada, Visionaria, y Profeta.
Religiosa de la Orden de San Agustín, en el Convento de Agnetenberg, Dulmen, Westphalia.
Beatificada el 3 de Octubre de 2004, por el Papa Juan Pablo II.
Biografía tomada del libro:
LA DOLOROSA PASION DE CRISTO
DE LAS MEDITACIONES DE ANNE CATHERINA EMMERICH
Traducción de la Publicación en Inglés de 1928, con Revisión de la versión en Francés de 1854
(Longitud: Páginas 15 a 59)
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ANNE CATHERINA EMMERICH nació en Flamske, un pueblo situado a milla y media de Coesfeld, en el episcopado de Munster, el 8 de Septiembre de 1774, y fue bautizada en la iglesia de San Santiago en Coesfeld. Sus padres, Bernard Emmerich y Anne Hiller, eran pobres campesinos, pero reconocidos por su piedad y virtud.
La niñez de Anne Catherine tuvo una sorprendente semejanza a aquella de la Venerable Anne Garzias de San Bartolomé, a la de Dominica del Paradiso, y a la de varias otras santas personas nacidas en la misma calidad de vida de ella. Su ángel guardián solía aparecérsele desde niña; y cuando ella estaba cuidando de las ovejas en los campos, el Buen Pastor mismo, bajo la forma de un joven pastor, frecuentemente vendría en su ayuda. Desde la infancia, ella estaba acostumbrada a tener divinos conocimientos impartidos en visiones de todo tipo, era incluso favorecida por las visitas de la Madre de Dios y Reina del Cielo, quien, bajo la forma de una dulce, afectuosa, y majestuosa dama, le traería a su Divino Niño para que fuera, por así decirlo, su acompañante, y le aseguraría que la amaría y siempre la protegería. Muchos de los santos se le aparecerían, y recibirían de manos de ella guirnaldas de flores las que había preparado en honor de sus festividades. Todos estos favores y visiones sorprendían a la niña menos que si una princesa terrenal y los señores y damas de su corte la hubiesen visitado. Tampoco estuvo ella, luego durante su vida, más sorprendida ante estas visitas celestiales, ya que su inocencia la hacían sentirse mucho más a gusto con su Divino Señor, su Bendita Madre y los Santos, a como jamás podría sentirse aún con los más bondadosos y amables de sus compañeros terrenales. Los nombres de Padre, Madre, Hermano, y Esposo, le parecían a ella elocuentes de las reales conexiones subsistentes entre Dios y el hombre, desde que la Palabra Eterna se había complacido en nacer de una mujer, y así convertirse en nuestro Hermano, y estos sagrados títulos no eran meran palabras en su boca.
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Mientras aún era una niña, solía hablar con inocente candor y simplicidad de lo que había visto, y sus oyentes se llenarían de admiración ante las historias que relatara de las Sagradas Escrituras; pero como sus preguntas y observaciones hubieran perturbado a veces la tranquilidad de su conciencia, se determinó a mantener silencio sobre tales asuntos en el futuro. En su inocencia de corazón, creyó que no era correcto el hablar de cosas de este tipo, que otras personas nunca lo hicieron, y que su discurso debería consistir sólo en “Sí, sí” y “No, no” o “Alabado sea Jesucristo”. Las visiones con las que fue favorecida eran semejantes a realidades, y le parecían tan dulces y encantadoras, que suponía que todos los niños Cristianos estaban favorecidos con las mismas; y concluyó que aquellos que nunca hablaron de tales temas eran solamente más discretos y modestos que ella, por lo que resolvió mantener silencio también, para ser como ellos.
Casi desde la cuna poseyó el don de discernir entre lo que era bueno o malo, santo o profano, bendito o maldito, en las cosas materiales o espirituales, asemejándose así a Santa Sibilina de Pavia, Ida de Louvain, Úrsula Benincasa, y a algunas otras santas almas. En su más temprana infancia solía extraer de los campos útiles hierbas, que nadie había descubierto antes que fueran buenas para algo, y las plantaba cerca de la cabaña de su padre, o en algunos sitios en donde acostumbraba trabajar y jugar; mientras que por otro lado desarraigaba todas las plantas ponzoñosas, y particularmente aquellas usadas alguna vez para prácticas supersticiosas o en tratos con el diablo. Si por casualidad se encontraba en un lugar donde algún gran crimen hubiera sido cometido, saldría corriendo apresuradamente, o empezaría a rezar y a hacer penitencia. Solía también percibir por intuición cuando estaba en un lugar consagrado, daba gracias a Dios, y se llenaba de una dulce sensación de paz. Cuando un sacerdote pasaba con el Sagrado Sacramento, inclusive a gran distancia de su hogar o del lugar donde estaba cuidando del rebaño, sentiría una fuerte atracción en dirección hacia donde aquel venía, corría para encontrarlo, y se arrodillaba en el camino, adorando el Sagrado Sacramento, mucho antes de que el sacerdote llegara al lugar.
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Sabía cuando un objeto estaba consagrado, y experimentaba un sentimiento de aversión y repulsión cuando estaba en las cercanías de antiguos cementerios paganos, mientras que se sentía atraída a los sagrados restos de los santos como el acero al imán. Cuando se le mostraban reliquias, sabía a qué santos habían pertenecido, y podía dar no sólo relatos de los más mínimos, y por ende, desconocidos, pormenores de sus vidas, sino también historias de las reliquias mismas, y de los lugares en las que habían sido preservadas. Durante toda su vida tuvo permanente trato con las almas en el Purgatorio; y todas sus acciones y oraciones eran ofrecidas para el alivio de sus sufrimientos. Frecuentemente era llamada para asistirlas, e incluso le hacían recordar si por casualidad se olvidaba. Muchas veces, mientras todavía muy joven, solía ser despertada de su sueño por grupos de almas sufrientes, y las seguía en las frías noches de invierno con los pies descalzos, por todo el Camino de la Cruz a Coesfeld, a pesar de que el suelo estaba cubierto de nieve.
Desde su infancia hasta el día de su muerte fue infatigable en aliviar al enfermo, y en cubrir y curar heridas y llagas, y acostumbraba a dar a los pobres cada centavo que tenía. Tan tierna era su conciencia, que ante el más leve pecado en que caía le causaba tal dolor que se enfermaba, y la absolución entonces restauraba inmediatamente su salud.
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La extraordinaria naturaleza de los favores conferidos por Dios a ella, no fue obstáculo en la forma en la que se dedicaba al arduo trabajo, como cualquier otra campesina; y también podemos permitirnos observar que cierto grado del espíritu de profecía no se encuentra usualmente entre sus compatriotas. Se le enseñó en la escuela acerca del sufrimiento y la mortificación, y allí aprendió lecciones de perfección. No se permitía a sí misma más sueño o comida de lo que era absolutamente necesario; pasaba horas enteras orando cada noche; y en invierno a menudo se arrodillaba por fuera de las puertas, en la nieve. Dormía en el suelo sobre planchas dispuestas en forma de cruz. Su comida y bebida consistían en lo que otros rechazaban; ella conservaba siempre las mejores partes para los pobres y enfermos, y cuando no sabía de nadie a quien dárselos, los ofrecía a Dios con espíritu de fe como el de un niño, rogándole que se los dé a alguna persona que estuviera más en necesidad que ella. Cuando había algo para ver u oír que no tuviera referencia a Dios o a la religión, encontraba una excusa para evitar el lugar hacia el cual otros se amontonaban, o, si estaba allí, cerraba sus ojos y oídos. Acostumbraba decir que las acciones inútiles eran pecaminosas, y que cuando negamos cualquier gratificación de este tipo a nuestros sentidos corporales, somos ampliamente recompensados por el progreso que logramos en la vida interior, de la misma manera que la poda vuelve más productivas a las vides y a otros árboles frutales. Desde su temprana juventud, y donde sea que ella fuere, tenía frecuentes visiones simbólicas, que le mostraban en parábolas, por así decirlo, el objeto de la existencia de ella, los medios para obtenerlo, y sus futuros sufrimientos, junto con los peligros y conflictos por los que habría de atravesar.
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Estaba en sus dieciséis años, cuando un día, mientras estaba trabajando en los campos con sus padres y hermanas, escuchó la campana sonar en el Convento de las Hermanas de la Anunciación, en Coesfeld. Este sonido encendió tanto su secreto deseo de convertirse en monja, y tuvo un efecto tan grande sobre ella, que se desmayó, y permaneció enferma y débil por un largo tiempo. Cuando estuvo en sus dieciocho años fue aprendiz de modista en Coesfeld, con la que pasó dos años, y luego regresó con sus padres. Solicitó ser recibida en el Convento de los Agustinianos en Borken, en el de los Cistercienses en Darfeld, y en el de las Pobres Claretianas en Munster; pero su pobreza, y aquella de estos conventos, siempre presentaba un obstáculo insuperable para que la recibieran. A la edad de veinte, habiendo ahorrado veinte “thalers” (unas tres libras en Inglaterra), que había ganado con su labor de costurera, fue con esta pequeña suma – una completa fortuna para una pobre campesina – hasta una piadosa organista de Coesfeld, cuya hija ella conoció cuando vivió al comienzo en la ciudad. Su esperanza consistía en que, al aprender a tocar el órgano, podría tener éxito en obtener su admisión al convento. Pero su irresistible deseo de servir a los pobres y darles todo lo que ella poseía no le dejó tiempo de aprender música, y poco después se había tan despojado tan absolutamente de todo, que su buena madre estuvo obligada a darle pan, leche y huevos, para sus propias necesidades y para aquellas de los pobres, con quienes compartía todo. Entonces su madre dijo: “Tu deseo de dejarme a mí y a tu padre, y de entrar en un convento, nos causa mucho dolor; pero aún eres mi adorada niña, y cuando miro tu silla vacía en casa, y reflexiono acerca de que has donado todos tus ahorros, como para estar pasando ahora necesidad, mi corazón se llena de aflicción, y te he traído suficiente ahora para que te mantengas por algún tiempo”. Anne Catherina replicó: “Sí, querida madre, es cierto que no me queda más nada, ya que fue la santa voluntad de Dios el que otros tuvieran que ser asistidos por mí; y como le ha dado todo, cuidará ahora de mí, y nos otorgará asistencia a todos nosotros”. Ella permaneció algunos años en Coesfeld, empleada en labores, buenas obras, y oración, siendo siempre guiada por las mismas inspiraciones internas. Era dócil y sumisa como un niño en manos de su ángel de la guarda.
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Aunque en este pequeño bosquejo de su vida estamos obligados a omitir muchas e interesentes circunstancias, hay una que no debemos pasar por alto en silencio. Cuando tenía cerca de veinticuatro años, recibió una gracia de nuestro Señor, la que ha sido otorgada a muchas personas devotas como una manera especial de meditación en su dolorosa Pasión; más exactamente, el de experimentar los reales y visibles sufrimientos de su sagrada Cabeza, cuando fuera coronada por espinas. El siguiente es un relato que ella misma ha dado de las circunstancias en las cuales tan misteriosa gracia le fuera conferida: “Cerca de cuatro años antes de mi admisión al convento, consecuentemente en 1798, sucedió que estaba en la Iglesia de los Jesuitas en Coesfeld, cerca de las doce en punto del mediodía, arrodillada ante un crucifijo y absorta en la meditación, cuando de repente sentí un fuerte pero placentero calor en mi cabeza, y vi a mi Divino Esposo, bajo la forma de un hombre joven vestido de luz, acercándoseme desde el altar, donde el Bendito Sacramento estaba preservado en el tabernáculo. En su mano izquierda sostenía una corona de flores, en su mano derecha una corona de espinas, y me instó a elegir cuál tendría. Elegí la corona de espinas; la colocó en mi cabeza, y la presionó hacia abajo con ambas manos. Entonces desapareció, y regresé en mí, sintiendo, sin embargo, un violento dolor alrededor de mi cabeza. Estuve obligada a dejar la iglesia, la cual estaba por cerrar. Una de mis compañeras estaba arrodillada a mi lado, y como creí que podría haber visto lo que me sucedió, le pregunté cuando llegamos a casa si no había una herida en mi frente, y le hablé en términos generales de mi visión, y del violento dolor que le había seguido. Ella no pudo ver nada exteriormente, pero no estaba asombrada por lo que le dije, ya que sabía que yo en ocasiones estaba en un estado extraordinario, sin que ella fuera capaz de comprender la causa. Al día siguiente mi frente y mis sienes estaban muy inflamadas, y sufría terriblemente. Este dolor y esta inflamación frecuentemente regresaban, y a veces duraban día y noches enteras. No me percaté de que había sangre en mi cabeza hasta que mis compañeras me dijeron que sería mejor que me pusiera una gorra limpia, ya que la mía estaba cubierta de manchas rojas. Les dejé pensar cualquier cosa que quisieran acerca de ello, teniendo cuidado solamente en arreglar mi tocado como para esconder la sangre que fluía desde mi cabeza, y continué observando la misma precaución incluso después de que entré en el convento, donde sólo una persona percibió la sangre, y ella nunca traicionó mi secreto”.
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Varias otras personas contemplativas, especialmente devotas de la Pasión de nuestro Señor, han sido admitidas al privilegio de sufrir la tortura infligida por la corona de espinas, después de haber observado una visión en la que dos coronas les eran ofrecidas para elegir, por ejemplo, entre otras, Santa Catalina de Siena y Pasithea de Crogis, una Pobre Claretiana de la misma ciudad, que falleció en 1617.
Al escritor de estas páginas puede permitírsele remarcar que él mismo ha visto varias veces, a plena luz del día, la sangre fluir de la frente y el rostro, e incluso más allá del lino envuelto alrededor del cuello de Anne Catherina. Su deseo de abrazar una vida religiosa fue al final concedido. Los padres de una joven persona a quienes las monjas agustinas de Dulmen deseaban recibir en su Orden, declararon que no darían su consentimiento excepto que Anne Catherina fuera llevada al mismo tiempo. Las monjas dieron su asentimiento, aunque algo renuentemente, debido a su extrema pobreza; y el 13 de Noviembre de 1802, una semana antes de la Fiesta de la Presentación de la Virgen Bendita, Anne Catherina entró en su noviciado. Hoy en día las vocaciones no son tan severamente examinadas como antes; pero en su caso, la Providencia impuso pruebas especiales por las que, rigurosas como eran, ella sintiera que nunca podría estar tan agradecida. Sufrimientos o privaciones, las que un alma ya sea sola o en unión con otras, se impone a sí misma, para mayor gloria de Dios, son fáciles de soportar; pero hay una cruz que se asemeja más a la cruz de Cristo que ninguna otra, y aquella es la de, afectuosa y pacientemente, someterse a castigos injustos, desaires o acusaciones. Fue la voluntad de Dios que durante su año de noviciado ella fuera probada, independientemente de la voluntad de cualquier criatura, tan severamente como la más estricta superiora de novicias lo hubiera hecho antes que alguna mitigación hubiera sido permitida en las reglas. Ella aprendió a ver a sus compañeras como instrumentos en las manos de Dios para su santificación; y en un período posterior de su vida muchas otras cosas las consideró bajo la misma luz. Pero como era necesario que su ferviente alma debiera estar constantemente probada en la escuela de la Cruz, Dios se complació de que permaneciera en esa cruz durante toda su vida.
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En muchas manera su posición en el convento era excesivamente dolorosa. Ninguna de sus compañeras, ni siquiera un sacerdote o doctor, podía entender su caso. Ella había aprendido, cuando vivía entre pobres campesinos, a esconder los maravillosos dones que Dios le había conferido; pero el caso estaba modificado ahora ya que estaba en trato familiar con un gran número de monjas, quienes, aunque ciertamente buenas y piadosas, estaban llenas de crecientes sentimientos de curiosidad, e incluso de celos espirituales. Entonces, las contraídas ideas de la comunidad y la completa ignorancia de las monjas en lo concerniente a todos los fenómenos exteriores por los que su vida interior se manifestaba, le daba mucho para soportar, más aún, cuando éstos fenómenos se desplegaban de la manera más inusual y sorprendente. Ella oía todo lo que se hablaba en contra de ella, incluso cuando los interlocutores estuvieran en un extremo del convento y ella en el otro, y su corazón estaba profundamente herido como por flechas venenosas. Aún así soportaba todo paciente y afectuosamente, sin demostrar que sabía lo que se decía de ella. Más de una vez la caridad la movió a tirarse a los pies de alguna monja que estaba particularmente prejuzgándola, y a pedirle perdón con lágrimas. Entonces, fue sospechada de oír en las puertas, ya que los sentimientos reservados de antipatía que se dispersaban contra ella se hacían conocidos, nadie sabía cómo, y las monjas se sentían incómodas e intranquilas, a pesar de ellas mismas, cuando estaban en compañía de ella.
Siempre que la regla (cuyos más ínfimos detalles eran sagrados a sus ojos) era descuidada en lo más mínimo, ella contemplaba en espíritu cada infracción, y a veces era animada a volar hacia el lugar en donde la regla estaba siendo quebrada por alguna infracción al voto de pobreza, o por desatender las horas de silencio, y entonces repetía los pasajes apropiados de la regla sin haberlos nunca aprendido. Se convirtió así en un objeto de aversión para todas aquellas religiosas que quebraran las reglas; y sus repentinos actos de presencia entre ellas tenían siempre el efecto de apariciones. Dios le había otorgado el don de las lágrimas hasta tal punto, que solía pasar horas enteras en la iglesia llorando por los pecados y la ingratitud de los hombres, los sufrimientos de la Iglesia, las imperfecciones de la comunidad, y sus propias faltas. Pero estas lágrimas de sublime pesar no podían ser entendidas por nadie más que Dios, ante quien ella las derramaba, y los hombres las atribuyeron al mero capricho, al espíritu de descontento, o a alguna causa similar. Su confesor había prescripto que ella debería recibir la santa comunión más frecuentemente que las otras monjas, porque, tan ardientemente tenía necesidad del pan de los ángeles, que había estado más de una vez cerca de morir. Estos celestiales sentimientos despertaron sensaciones de celosía en sus hermanas, quienes a veces incluso la acusaron de hipocresía.
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La gracia que se le había mostrado en su admisión al convento, a pesar de su pobreza, fue hecha también un objeto de reproche. La creencia de ser así una ocasión de pecado para otros era de lo más doloroso para ella, y continuamente suplicaba a Dios que le permitiera cargar sobre sí el castigo por esta falta de caridad para con ella. Para la Navidad del año 1802, tuvo una enfermedad muy severa, que comenzó con un violento dolor sobre su corazón.
Este dolor no la abandonó aún cuando estuvo curada, y lo llevó en silencio hasta el año 1812; cuando la marca de una cruz se imprimió exteriormente en el mismo lugar, como referiremos más adelante. Su debilidad y delicada salud hicieron que fuera considerada más como una carga que como de utilidad para la comunidad; y esto, por supuesto, estaba contra ella en muchas maneras, empero nunca se cansó de trabajar y servir para los otros, ni estuvo nunca tan feliz como en este período de su vida – consumida en privaciones y sufrimientos de todo tipo.
El 13 de Noviembre de 1803, a la edad de veintinueve, pronunció sus solemnes votos, y pasó a ser esposa de Jesucristo, en el Convento de Agnetenberg, en Dulmen. “Cuando pronuncié mis votos”, decía ella, “mis parientes fueron de nuevo en extremo amables conmigo. Mi padre y mi hermano mayor me trajeron dos piezas de tela. Mi padre, un buen pero austero hombre, y que se había opuesto mucho a mi entrada al convento, me había dicho, cuando partimos, que de buen grado pagaría mi funeral, pero que no daría nada al convento; y mantuvo su palabra, ya que esta pieza de tela fue la sábana enrollante usada para mi sepultura espiritual en el convento”.
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“No estaba pensando en mí misma”, dice ella de nuevo, “no pensaba en nada más que en nuestro Señor y en mis santos votos. Mis compañeras no podían comprenderme; ni tampoco podía explicarles mi estado. Dios ocultó de ellas muchas de las gracias que me confirió, de otro modo hubieran tenido ideas muy falsas respecto a mí. A pesar de todas mis pruebas y sufrimientos, nunca fui más rica interiormente, y mi alma estaba completamente inundada de felicidad. Mi celda sólo contenía una silla sin asiento, y otra sin respaldo; aún así para mis ojos, estaba magníficamente amoblada, y cuando estaba allí solía creer que estaba en el Cielo. Frecuentemente durante la noche, impulsada por el amor y por la misericordia de Dios, vertía los sentimientos de mi alma al conversar con él en un lenguaje cariñoso y familiar; como siempre había hecho desde mi infancia, y entonces aquellos que estaban viéndome me acusarían de irreverencia y de falta de respeto hacia Dios. Una vez, pasó que dije que me parecía que debería ser más culpable de falta de respeto si recibiera el Cuerpo de nuestro Señor sin haber conversado familiarmente con él, y fui severamente reprendida. En medio de todas estas pruebas, aún vivo en paz con Dios y con todas sus criaturas. Cuando estaba trabajando en el jardín, las aves vendrían y se posarían sobre mi cabeza y hombros, y juntos cantaríamos las alabanzas a Dios. Siempre contemplé a mi ángel de la guarda a mi lado, y aunque el demonio frecuentemente me asaltaba y me amedrentaba en varias maneras, nunca le fue permitido hacerme demasiado daño. Mi deseo por el Bendito Sacramento era tan irresistible, que usualmente de noche dejaba mi celda e iba a la iglesia si estaba abierta; pero si no, permanecía en la puerta o al lado de los muros, incluso en invierno, de rodillas o prosternada, con mis brazos extendidos en éxtasis. El capellán del convento, que eran tan caritativo como para venir temprano para darme la Santa Comunión, solía encontrarme en este estado, pero tan pronto llegaba y abría la iglesia, siempre me recuperaba, y me apresuraba hacia la santa mesa, para recibir allí a mi Señor y mi Dios. Cuando fui sacristán, solía sentirme de pronto arrebatada en espíritu, y ascender hasta las partes más altas de la iglesia, en las cornisas, las partes sobresalientes del edificio, y las molduras, donde parecía imposible para cualquier ser llegar por medios humanos. Entonces limpiaba y arreglaba todo, y me parecía que estaba rodeada de espíritus sagrados, que me transportaban y me sostenían con sus manos. Su presencia no me causaba la menor intranquilidad, ya que me había acostumbrado a ello desde mi infancia, y solía tener el más dulce y familiar trato con ellos. Era sólo cuando estaba en compañía de ciertos hombres que estaba realmente sola; y tan grande era entonces mi sensación de soledad que no podía evitar llorar como una niña que se extravió del hogar”.
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Procedemos ahora a sus enfermedades, omitiendo cualquier descripción de algún otro fenómeno destacable de su vida extática, recomendando solamente al lector que compare los relatos que ya hemos dado con los relativos a Santa María Magdalena de Pazzi.
Anne Catherina siempre había estado débil y delicada, y aún así ha estado, desde su más temprana infancia, en el hábito de practicar muchas mortificaciones, de ayunar y de pasar la noche en vigilia y oración a la intemperie. Se había acostumbrado a las arduas tareas de los campos, en todas las estaciones del año, y su fortaleza fue también necesariamente muy puesta a prueba por los agotadores y sobrenaturales estados por los que frecuentemente pasaba. En el convento continuaba trabajando en el jardín y en la casa, mientras que sus trabajos y sufrimientos espirituales estaban siempre incrementándose, por lo que no es para nada sorprendente que estuviera usualmente enferma; pero sus enfermedades surgían empero por otra causa. Hemos aprendido, de las cuidadosas observaciones hechas cada día por espacio de cuatro años, y también por lo que ella misma fue forzada involuntariamente a admitir, que cuando disfrutaba de las gracias espirituales más altas, una gran porción de sus enfermedades y sufrimientos provenían de cargar sobre sí los sufrimientos de otros. Algunas veces, pedía por la enfermedad de una persona que no la soportaba pacientemente, y la aliviaba de todos o de una parte de sus sufrimientos, cargándolos sobre sí; a veces, deseando expiar un pecado o poner fin a algún sufrimiento, ella se entregaba a manos de Dios, y Él, aceptando su sacrificio, permitía así que ella, en unión con los méritos de Su pasión, expiara el pecado sufriendo alguna enfermedad correspondiente a aquél. Ella hubo de soportar consecuentemente, no sólo sus propias dolencias, sino también aquellas de otros – para sufrir en expiación de los pecados de sus hermanos, y de las faltas y negligencias de ciertas partes de la comunidad Cristiana – y, finalmente, para sobrellevar muchos y variados sufrimientos en satisfacción por las almas del purgatorio. Todos estos sufrimientos aparecían como verdaderas enfermedades, las cuales tomaban las más contrastantes y variables formas, y ella estaba completamente bajo el cuidado de un médico, quien se esforzó mediante remedios terrenales en curar enfermedades que en realidad eran las mismas fuentes de su vida. Ella dijo al respecto: “Reposar en el sufrimiento siempre me ha parecido la condición más deseable posible. Los mismos ángeles nos envidiarían, si la envidia no fuera una imperfección. Pero para que los sufrimientos sean realmente meritorios debemos paciente y agradecidamente aceptar inadecuados remedios y comodidades, y todas las otras pruebas adicionales. No comprendo totalmente mi condición, ni conozco a dónde conducirá. En mi alma acepté mis diferentes sufrimientos, pero en mi cuerpo era mi deber pugnar contra ellos. Me había entregado total y absolutamente a mi Celestial Esposo, y su santa voluntad estaba siendo realizada en mí; pero yo estaba viviendo en la tierra, donde no debía rebelarme en contra de la sabiduría y las prescripciones terrenales. Aún si hubiera comprendido completamente mi estado, y tuviera tiempo y capacidad de explicarlo, no había nadie cerca que hubiera sido capaz de entenderme. Un doctor hubiera simplemente concluido que estaba completamente demente, y habría incrementado sus costosos y dolorosos remedios diez veces más. He sufrido mucho de esta manera durante toda mi vida, y particularmente cuando estuve en el convento, por haberme administrado remedios inadecuados. Usualmente, cuando mis doctores y enfermeras me había reducido a la última agonía, y que estaba cerca de la muerte, Dios se compadecía de mí y me enviaba alguna asistencia sobrenatural, que causaba una completa curación”.
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Cuatro años antes de la supresión de su convento ella fue a Flamske por dos días para visitar a sus padres. Mientras estuvo allí, fue de nuevo a arrodillarse y a rezar por algunas horas ante la milagrosa Cruz de la Iglesia de San Lamberto, en Coesfeld. Suplicó al Todopoderoso que otorgara los dones de la paz y la unidad a su convento, le ofreció la Pasión de Jesús por aquella intención y le imploró que le permitiera sentir una porción de los sufrimientos que fueron sobrellevados por su Divino Esposo en la Cruz. Desde el momento en que hizo esta oración sus manos y pies se pusieron ardientes y dolorosos, y sufría constantemente de fiebre, a la cual creía como la causa del dolor en sus manos y pies, ya que no se atrevía a pensar que su plegaria había sido concedida. Frecuentemente era incapaz de caminar, y el dolor en sus manos le impedían trabajar como era usual en el jardín. El 3 de Diciembre de 1811, el convento fue suprimido[1], y la iglesia cerrada. Las monjas se dispersaron en todas direcciones, pero Anne Catherina permaneció, pobre y enferma. Un compasivo sirviente perteneciente al monasterio la asistía por caridad, y un anciano sacerdote emigrante, que decía la Misa en el convento, también permaneció con ella. Estos tres individuos, siendo los más pobres de la Comunidad, no dejaron el convento hasta la primavera de 1812. Ella todavía estaba muy enferma, y no podía ser trasladada sin gran dificultad. El sacerdote se alojó con una pobre viuda que vivía en el barrio, y Anne Catherina tenía en la misma casa una pequeña habitación miserable en la planta baja, que miraba a la calle. Allí vivió ella, en pobreza y enfermedad, hasta el otoño de 1813. Sus éxtasis en oración, y su trato espiritual con el mundo invisible, se hicieron más y más frecuentes. Ella estaba por ser llamada a un estado con el que estaba familiarizada imperfectamente, y para ingresar en él, no hizo nada más que abandonarse sumisamente a la voluntad de Dios. Nuestro Señor se complació en estos momentos en imprimir sobre su cuerpo virginal los estigmas de su cruz y su crucifixión, que eran para los Judíos piedra de tropiezo, y locura para los Gentiles, y para muchas personas que se autoproclaman Cristianos, tanto una cosa como la otra. Desde su más temprana infancia ella había suplicado a nuestro Señor que imprimiera las marcas de su cruz profundamente en su corazón, para que así ella no pudiera olvidar jamás su infinito amor por los hombres; pero nunca había pensado en recibir ninguna marca exterior. Rechazada por el mundo, oró más fervientemente que nunca con este fin. El 28 de Agosto, fiesta de San Agustín, patrono de su orden, mientras estaba haciendo esta oración en su cama, arrebatada en éxtasis y con sus brazos estirados hacia delante, contempló un joven hombre que se le acercaba rodeado de luz. Fue bajo esta forma que su Divino Esposo usualmente se le aparecía, e hizo ahora sobre el cuerpo de ella, con su mano derecha, la marca de una cruz común. Desde este momento había una marca como una cruz sobre su seno, consistente en dos franjas cruzadas, de unas tres pulgadas de largo y una de ancho. Posteriormente la piel se alzaba en ampollas en este lugar, como si fuera una quemadura, y cuando estas ampollas se rompían, un ardiente líquido incoloro emanaba de ellas, a veces en tal cantidad como para empapar varias sábanas. Ella estuvo mucho tiempo sin percibir cuál era realmente el caso, y sólo pensaba que tenía una gran transpiración. El significado particular de esta marca nunca ha sido conocido.

Ana Catalina Emmerich
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Algunas semanas más tarde, cuando hacía alguna oración, cayó en éxtasis, y contempló la misma aparición, que se le presentó con una pequeña cruz de la forma descripta en sus relatos de la Pasión. Ansiosa y fervientemente ella la recibió y la presionó sobre su seno, y luego la regresó. Ella dijo que esta cruz era tan suave y blanca como la cera, pero que al principio no se dio cuenta que había creado una marca externa sobre su seno. Poco tiempo después, habiendo ido con la pequeña hija de la casera a visitar una vieja ermita cerca de Dulmen, de improviso cayó en éxtasis, se desmayó, y en su recuperación fue llevada a casa por una pobre campesina. El agudo dolor que sintió en su pecho continuó incrementándose, y vio lo que parecía una cruz, de unas tres pulgadas de largo, presionada estrechamente contra su esternón, y pareciendo roja a través de la piel. Como había contado acerca de su visión a una monja con la que era íntima, su extraordinario estado comenzó a ser comentado en buena medida. El Día de Todos los Muertos de 1812, ella salió por última vez, y con mucha dificultad logró alcanzar la iglesia. Desde ese momento hasta fin de año parecía estar muriendo, y recibió los últimos Sacramentos. En Navidad una cruz más pequeña apareció encima de aquella sobre su pecho. Tenía la misma forma que la más grande, de manera que las dos juntas formaban una doble cruz[2]. Sangre brotaba de esta cruz todos los Miércoles, como si dejara la impresión de su forma sobre un papel colocado sobre ella. Después de un tiempo, esto sucedía en cambio los Viernes. En 1814 este flujo de sangre tenía lugar menos frecuentemente, pero la cruz se ponía tan roja como el fuego cada Viernes. En un período posterior de su vida más sangre fluyó desde esta cruz, especialmente cada Viernes Santo; pero no se le prestó ninguna atención. El 30 de Marzo de 1821, el escritor de estas páginas vio esta cruz de un profundo color rojo, y sangrando por doquier. En su estado usual era incolora, y su posición sólo estaba marcada por leves hendiduras en la piel. Otras Extáticas han recibido similares marcas de la Cruz; entre otras, Catherina de Raconis, Marina de l’Escobar, Emilia Bichieri, S. Juliani Falconieri, etc.
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Ella recibió los estigmas en los últimos días del año 1812. El 29 de Diciembre, sobre las tres en punto de la tarde, estaba ella acostada en su cama en la pequeña habitación, extremadamente enferma, pero en estado de éxtasis y con sus brazos extendidos, meditando en los sufrimientos de su Señor, y suplicándole que le permitiera sufrir con él. Dijo cinco Padrenuestros en honor de las Cinco Heridas, y sintió todo su corazón encendido de amor. Vio entonces una luz descendiendo hacia ella, y distinguió en medio de esta la resplandeciente forma de su Salvador crucificado, cuyas heridas brillaban como muchas hogueras de luz. El corazón de ella esta desbordante de alegría y pesar, y ante la vista de las sagradas heridas, su deseo de sufrir con su Señor se volvió intensamente violento. Entonces rayos triples, con punta como de flechas, del color de la sangre, se precipitaron desde las manos, pies, y el costado de la sagrada aparición, y dieron en sus manos, pies, y costado derecho. Los rayos triples del costado formaban una punta como la cabeza de una lanza. En el momento en que estos rayos la tocaron, gotas de sangre fluyeron desde las heridas que habían creado. Largo rato permaneció ella en un estado de insensibilidad, y cuando recuperó sus sentidos no supo quién había bajado sus brazos extendidos. Fue con asombro que contempló la sangre fluyendo desde las palmas de sus manos, y sintió un violento dolor en sus pies y su costado. Sucedió que la pequeña hija de la casera entró a su habitación, vio sus manos sangrando, y corrió a contarle a su madre, quien con gran ansiedad le preguntó a Anne Catherina que había pasado, pero le rogó que no hablara de ello. Ella sintió, después de haber recibido los estigmas, que un cambio completo había tenido lugar en su cuerpo; ya que el curso de su sangre parecía haber cambiado, y fluir rápidamente hacia los estigmas. Ella misma solía decir: “No hay palabras para describir en qué manera fluye”.
Estamos en deuda con un curioso incidente de nuestro conocimiento acerca de las circunstancias que hemos aquí relatado. El 15 de Diciembre de 1819, ella tuvo una detallada visión de todo lo que le había pasado, pero de una manera que pensó que se refería a alguna otra monja a quien imaginó que debía vivir no muy lejos, y a quien suponía había experimentado las mismas cosas que ella. Relataba todos estos detalles con un fuerte sentimiento de compasión, humillándose, sin saberlo, ante su propia paciencia y sufrimientos. Era de lo más conmovedor escucharla decir: “No debería nunca más quejarme, ahora que he visto los sufrimientos de aquella pobre monja; su corazón está rodeado con una corona de espinas, pero la lleva plácidamente y con un semblante sonriente. Es vergonzoso en verdad para mí el quejarme, ya que ella tiene una carga que soportar más pesada que la que yo tengo”.
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Estas visiones, las que ella reconoció después como su propia historia, se repitieron varias veces, y es a través de ellas que las circunstancias bajo las cuales recibió los estigmas son conocidas. De otro modo no habría relatado tantos pormenores acerca de los cuales su humildad nunca le hubiese permitido hablar, y respecto de los cuales, cuando sus superiores espirituales le preguntaban de dónde procedían sus heridas, lo más que decía era: “Espero que provengan de la mano de Dios”.
Los límites de esta obra nos impiden entrar sobre la materia de los estigmas en general, pero podemos observar que la Iglesia Católica ha producido un cierto número de personas, San Francisco de Asís siendo el primero, que han alcanzado tal grado de amor contemplativo hacia Jesús, el cual es el más sublime efecto de unión con sus sufrimientos, y es designado por los teólogos “Vulnus Divinum, Plago amoris viva”. Es sabido que han sido al menos cincuenta. Verónica Guiliani, una Capuchina, que falleció en Cittá di Castello en 1727, es la última persona de la clase que ha sido canonizada el 26 de Mayo de 1831. Su biografía, publicada en Colonia en 1810, da una descripción del estado de las personas con estigmas, que en muchas maneras es aplicable a Anne Catherina. Colomba Schanolt, que falleció en Bamberg en 1787, Magdalen Lorger, que falleció en Hadamar en 1806, ambas Dominicas, y Rose Serra, una Capuchina en Ozieri en Sardinia, quien recibió los estigmas en 1801, son aquellas de nuestro tiempo de las que sabemos más. Josephine Kumi, del Convento de Wesen, cerca del Lago Wallenstadt en Suiza, que aún vivía en 1815, también pertenecía a esta clase de personas, pero no estamos completamente seguros acerca de si tenía estigmas.
Anne Catherina, como dijimos antes, no siendo más capaz de caminar o de levantarse de su cama, pronto fue incapaz también de comer. No pasó mucho para que no pudiera tomar más nada que un poco de vino y agua, y finalmente sólo agua pura; a veces, pero muy raramente, conseguía ingerir el jugo de una cereza o de una ciruela, pero inmediatamente devolvía cualquier alimento sólido tomado aún en pequeña cantidad. Esta incapacidad de tomar alimento, o más bien, esta facultad de vivir un buen tiempo sin más nada que agua, nos aseguran doctores eruditos, no carece en absoluto de ejemplos en la historia de los dolientes.
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Los teólogos estarán perfectamente conscientes de que hay muchas instancias de ascéticos contemplativos, y particularmente de personas frecuentemente en un estado de éxtasis y que han recibido los estigmas, permaneciendo largo tiempo sin tomar ningún alimento más que el Sagrado Sacramento; por ejemplo, B. Nicholas de Flue, Santa Liduvma de Schiedam, Santa Catalina de Siena, Santa Ángela de Foligno, y San Luis de l’Ascension. Todos los fenómenos exhibidos en la persona de Anne Catherina permanecieron ocultos incluso para quienes tuvieron un mayor trato con ella, hasta el 25 de Febrero de 1813, cuando fueron descubiertos accidentalmente por una de sus antiguas compañeras de convento. Hacia fin de Marzo, toda la ciudad hablaba de ellos. El 23 de Marzo, el médico del barrio la obligó a un examen. Contrariamente a sus expectativas, se convenció de la verdad, elevó un informe oficial de lo que había visto, se hizo su doctor y amigo, y permaneció hasta su muerte. El 28 de Marzo, las autoridades espirituales de Munster designaron comisionados para que examinaran su caso. La consecuencia de esto fue que Anne Catherina fue de ahí en más benignamente considerada por sus superiores, y adquirió la amistad del ex Deán Overberg, quien desde aquel momento venía cada año para visitarla durante varios días, y fue su confortador y director espiritual. El consejero médico de Druffel, quien estaba presente en este examen en calidad de doctor, nunca dejó de venerarla. En 1814, publicó en el Diario Médico de Salzburgo un detallado relato de los fenómenos que él había advertido en la persona de Anne Catherina, y a este remitimos a aquellos de nuestros lectores que desean más pormenores sobre el tema. El 4 de Abril, M. Gamier, el Comisionado General de la Policía Francesa, vino desde Munster para verla; indagó minuciosamente sobre su caso, y habiéndose cerciorado de que ella no profetizaba ni hablaba de política, declaró que no era injerencia de la policía el ocuparse de ella. En 1826 aún hablaba de ella en París con respeto y emoción.
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El 22 de Julio de 1813, Overberg vino a verla con el Conde de Stolberg y su familia. Permanecieron dos días con ella, y Stolberg, en una carta que ha sido varias veces impresa, da testimonio de la realidad de los fenómenos observados en Anne Catherina, y expresó su intensa veneración por ella. Permaneció como amigo de ella tanto como vivió, y los miembros de su familia nunca dejaron de encomendarse a sus plegarias. El 29 de Septiembre de 1813, Overberg llevó a la hija de la Princesa Galitzin (que falleció en 1806) para visitarla, y vieron con sus propios ojos a la sangre fluir copiosamente de sus estigmas. Esta distinguida dama repitió su visita y, después de convertirse en Princesa de Salm, nunca cambió en sus sentimientos, sino que, junto con su familia, permanecieron en constante comunión de oración con Anne Catherina. Muchas otras personas en todos los órdenes de la vida fueron, de la misma manera, consolados y edificados al visitar su cama de sufrimiento. El 23 de Octubre de 1813, fue llevada a otro alojamiento, cuya ventana miraba a un jardín. La condición de la bendita monja se hacía día a día más dolorosa. Sus estigmas eran una fuente de indescriptible dolor para ella, hasta el momento de su muerte. En vez de permitir a sus pensamientos descansar sobre aquellas gracias cuya presencia interior daban tales milagrosos testimonios externos, ella aprendió de ellas lecciones de humildad, al considerarlas una pesada cruz puesta sobre ella por sus pecados. Su mismo cuerpo doliente era para predicar a Jesús crucificado. Era difícil en efecto ser un enigma para todas las personas, un objeto de sospecha para la gran mayoría, y de respeto mezclado con temor para algunos pocos, sin producir sentimientos de impaciencia, irritabilidad u orgullo. Voluntariamente ella habría vivido en completa reclusión del mundo, pero la obediencia pronto la compelía a permitir ser examinada y a que fuera juzgada por una vasta cantidad de personas curiosas. Sufriendo, como ella estaba, los dolores más tormentosos, no se le permitió siquiera ser su propia dueña, sino que fue considerada como algo que cualquiera se creía con el derecho de observarla y juzgarla – usualmente sin buenos resultados para nadie, pero en gran medida para la predisposición del alma y cuerpo de ella, ya que así era privada de tanto descanso y recogimiento de espíritu. Parecía no haber límites a lo que se esperaba de ella, y a un hombre obeso, que tuvo cierta dificultad en ascender por la angosta escalera en caracol, se le oyó quejarse de que una persona como Anne Catherina, que debería ser expuesta en un camino público donde todos pudieran verla, tuviera que permanecer en un alojamiento tan difícil de alcanzar. En épocas anteriores, las personas en su estado sobrellevaban en privado los exámenes de las autoridades espirituales, y efectuaban sus dolorosas vocaciones bajo la sombra protectora de santos muros; pero nuestra sufriente heroína había sido lanzada desde el claustro al mundo en un tiempo en que el orgullo, la frialdad de corazón, y la incredulidad estaban todas de moda; marcada con los estigmas de la Pasión de Cristo, fue forzada a llevar su ensangrentado ropaje en público, bajo la mirada de hombres que apenas creían en las Heridas de Cristo, mucho menos en las heridas que sólo eran imágenes de Aquellas.
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Así esta santa mujer, que en su juventud había tenido la costumbre de orar durante muchas horas ante imágenes de todas las estaciones de la dolorosa Pasión de Cristo, o ante cruces en los costados de los caminos, se hizo a sí misma como una cruz en la vía pública, insultada por un transeúnte, bañada en lágrimas de arrepentimiento por un segundo, tomada como una mera curiosidad física por un tercero, y venerada por un cuarto cuyas inocentes manos traerían flores para colocarlas a sus pies.
En 1817 su anciana madre vino desde el campo para morir a su lado. Anne Catherina le mostró todo el amor que pudo confortándola y orando por ella, y cerrando sus ojos con sus propias manos – aquellas manos marcadas con los estigmas el 13 de Marzo del mismo año. La herencia dejada a Anne Catherina por su madre fue más que suficiente para alguien tan imbuida del espíritu de mortificación y sufrimiento; y por su parte, ella la dejó intacta para sus amigos. Consistía en estos tres dichos: “Señor, vuestra voluntad, no la mía, sea hecha”; “Señor, dame paciencia, y entonces golpea duro”; “Aquellas cosas que no son buenas para ponerlas en la olla, al menos son buenas para ponerlas debajo”. El significado de este último proverbio era: si las cosas no eran sanas como para comerlas, al menos podían ser quemadas, para que la comida pueda ser cocinada; este sufrimiento no alimenta mi corazón, pero al soportarlo pacientemente, puede al menos incrementar el fuego del amor divino, único por el cual la vida puede proveernos todo. Frecuentemente repetía estos proverbios, y entonces pensaba en su madre con gratitud. Su padre había fallecido algún tiempo antes.
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El escritor de estas páginas tomó conocimiento de su estado primero a través de leer una copia de aquella carta de Stolberg, a la que ya hemos aludido, y después a través de una conversación con un amigo quien había pasado varias semanas con ella. En Septiembre de 1818 fue invitado por el Obispo Sailer para encontrarse con él en lo del Conde de Stolberg, en Westphalia; y él fue en primer lugar a Sondermuhlen para ver al conde, quien lo presentó a Overberg, de quien recibió una carta dirigida al doctor de Anne Catherina. Hizo su primer visita a ella el 17 de Septiembre de 1818; y le permitió quedarse varias horas con ella a su lado cada día, hasta la llegada de Sailer. Desde el mismo principio, le dio su confianza hasta una admirable magnitud, y de la manera más conmovedora e ingenua. Sin duda ella era consciente que al relatar sin reservas la historia de todas sus pruebas, alegrías, y tristezas de su vida entera, estaba confiriendo las dádivas espirituales más preciosas sobre él. Ella lo trató con la más generosa hospitalidad, y no tuvo ninguna duda en hacerlo, debido a que él no la oprimía ni alarmaba su humildad por excesiva admiración. Ella le descubrió su interior con el mismo espíritu caritativo a como un devoto solitario ofrecería en la mañana las flores y frutos que hubieran crecido en su jardín durante la noche a algún viajante cansado de caminar, quien, habiendo perdido su camino en el desierto del mundo, lo encuentra sentado cerca de su ermita. Completamente consagrada a Dios, hablaba de esta manera abierta como un niño lo hubiera hecho, confiadamente, sin sentimientos de dudas, y sin un fin egoísta en vista. ¡Que Dios la recompense!
Su amigo diariamente ponía por escrito todas las observaciones que él hacía respecto a ella, y todo lo que ella le contaba acerca de su vida, ya sea interior o exterior. Las palabras de ella estaban caracterizadas alternativamente por la simplicidad más infantil y la más asombrosa profundidad de pensamiento, y presagiaban, de alguna forma, el vasto y sublime espectáculo que posteriormente se desarrollaría, cuando se hizo evidente que el pasado, el presente y el futuro, junto con todo lo que concernía a la santificación, profanación y juzgamiento de las almas, formaban ante y dentro de ella un drama alegórico e histórico, por el cual los diferentes eventos del año eclesiástico proveían temas, y lo dividían en escenas, tan estrechamente relacionadas entre sí eran todas sus oraciones y sufrimientos los cuales ella ofrecía en sacrificio por la Iglesia militante.
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El 22 de Octubre de 1818 Sailer vino a verla, y habiendo advertido que ella se alojaba en la parte trasera de un pub, y que los hombres estaban jugando a los bolos bajo su ventana, dijo de manera jocosa y pensativa como era peculiar en él: “Ves, ves; todas las cosas son como debieran ser – la monja enferma, la esposa de nuestro Señor, se aloja en un pub sobre el piso donde los hombres están jugando a los bolos, como el alma del hombre en su propio cuerpo”. Su entrevista con Anne Catherina fue de lo más afectuosa; era en efecto hermoso el contemplar a estas dos almas, que estaban ambas encendidas por el amor a Jesús, y conducidas por la gracia a través de caminos tan diferentes, encontrándose así a los pies de la Cruz, la estampa visible de la cual era llevada por una de ellas. El Viernes, 23 de Octubre, Sailer permaneció a solas con ella durante casi todo el día; vio sangre fluir de su cabeza, de sus manos y de sus pies, y fue capaz de conferirle gran consuelo a sus pruebas interiores. Él le recomendó encarecidamente que contara todo sin reservas al escritor de estas páginas, y llegó a un entendimiento sobre la materia con su usual director. Él escuchó su confesión, le dio la Sagrada Comunión el Sábado 24, y luego continuó su viaje hasta lo del Conde de Stolberg. A su regreso, a principios de Noviembre, pasó de nuevo un día con ella. Continuó siendo su amigo hasta su muerte, oró constantemente por ella, y le pedía a ella sus oraciones cuando se encontraba en situaciones de prueba o dificultad. El escritor de estas páginas permaneció hasta Enero. Él regresó de nuevo en Mayo de 1819, y continuó velando por Anne Catherina casi ininterrumpidamente hasta la muerte de ella.
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La santa doncella continuamente suplicaba al Todopoderoso que removiera los estigmas exteriores, con relación a los problemas y fatigas que ocasionaban, y su oración fue concedida al final de siete años. Hacia el final del año 1819, la sangre primero fluía menos frecuentemente de sus heridas, y luego cesó por completo. El 25 de Diciembre, cayeron costras de sus pies y manos, y quedaron allí solamente cicatrices blancas, que se ponían rojas en ciertos días, pero el dolor que ella sufría no mermó en lo más mínimo. La marca de la cruz y la herida en su costado derecho solían verse como antes, pero no a determinadas épocas. En ciertos días tenía siempre sensaciones de lo más dolorosas alrededor de su cabeza, como si una corona de espinas fuera presionada sobre ella. En estas ocasiones ella no podía reclinar su cabeza contra nada, ni siquiera hacerla descansar en su mano, sino que tenía que permanecer por largas horas, a veces incluso durante noches enteras, sentada en su cama, sostenida por almohadones, mientras su pálido rostro, y los irreprimibles quejidos de dolor que escapaban de ella, hacían de ella como una enorme y viva representación del sufrimiento. Después de haber estado en esta condición, la sangre invariablemente fluía más o menos copiosamente alrededor de su cabeza. El Viernes Santo, Abril 19 de 1819, todas sus heridas se reabrieron y sangraron, y se cerraron de nuevo en los días siguientes. Una indagación de lo más rigurosa de su estado fue hecha por algunos doctores y naturalistas. Con ese fin fue ubicada sola en una casa ajena, donde permaneció desde el 7 al 29 de Agosto; pero este examen parecía no haber producido ningún efecto particular en modo alguno. Fue llevada de regreso a su propia vivienda el 29 de Agosto, y desde ese momento hasta que falleció fue dejada en paz, salvo que fuera ocasionalmente molestada por disputas privadas e insultos públicos. En esta materia Overberg le escribió las siguientes palabras: “¿Qué es lo que has tenido que sufrir personalmente de lo que puedas quejarte? Me estoy dirigiendo a un alma deseosa de nada más que de parecerse más y más a su divino Esposo. ¿No has sido tratada mucho más amablemente de como lo fue tu adorable Esposo?¿No debería ser un motivo de regocijo para ti, de acuerdo al espíritu, haber sido asistida para asemejarte a él más estrechamente, y así ser más agradable a sus ojos? Has sufrido mucho con Jesús, pero hasta aquí los insultos te habían sido evitados en su mayor parte. Con la corona de espinas no habías llevado el manto púrpura y la túnica de desprecio, mucho menos habías escuchado aún el grito, “¡Fuera con él!¡Crucifíquenlo!” No puedo dudar empero que estos sentimientos son tuyos. Alabado sea Jesucristo.”
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El Viernes Santo, 30 de Marzo de 1820, sangre fluyó de su cabeza, pies, manos, pecho y costado. Sucedió que cuando se desmayó, una de las personas que estaban con ella, sabiendo que la aplicación de reliquias la aliviaban, colocaron cerca de sus pies una pieza de lino en las que algunas fueron envueltas, y la sangre que provenía de sus heridas alcanzaron esta pieza de lino después de un tiempo. Por la tarde, cuando esta misma pieza de lino con las reliquias fue ubicada sobre su pecho y hombros, en los que ella estaba sufriendo mucho, de repente exclamó, mientras estaba en estado de éxtasis: “Es de lo más hermoso, pero veo a mi Celestial Esposo yaciendo en la tumba en la Jerusalén terrenal; y también lo veo viviendo en la Jerusalén celestial rodeado de santos adoradores, y en medio de estos santos veo una persona que no es un santo – es una monja. Sangre fluye de su cabeza, su costado, sus manos y sus pies, y los santos están sobre las partes sangrantes.”
El 9 de Febrero de 1821 cayó en éxtasis en el momento del funeral de una sacerdote muy santo. Sangre fluyó de su frente, y la cruz sobre su seno sangró también. Alguien le preguntó, “¿Qué es lo que te pasa?”. Ella sonrió, y habló como alguien que se despierta de un sueño: “Estábamos al lado del cuerpo. Me he acostumbrado últimamente a escuchar música sacra, y el De Profundis me causó una gran impresión”. Ella falleció el mismo día tres años después. En 1821, unas pocas semanas antes de la Pascua, ella nos contó que se le había dicho durante su oración: “Entérate, sufrirás en el verdadero aniversario de la Pasión, y no en el día marcado este año en el Calendario Eclesiástico”. El Viernes 30 de Marzo, a las diez en punto de la mañana, se desplomó inconsciente. Su rostro y su seno estaban bañados en sangre, y su cuerpo aparecía cubierto de contusiones como los que hubieran infligido los golpes de látigo. A las doce en punto del día, se tendió en forma de cruz, y sus brazos estaban tan extendidos como para estar perfectamente dislocados. Unos pocos minutos antes de las dos en punto, gotas de sangre fluyeron de sus pies y manos. El Viernes Santo, 20 de abril, ella estaba simplemente en estado de calma contemplación. Esta notable excepción a la regla general parecía ser un efecto de la providencia de Dios, ya que, a la hora en que sus heridas usualmente sangran, un número de individuos curiosos y desalmados vino a verla con la intención de causarle nuevos sinsabores, para publicar lo que verían; pero se les hizo contribuir así a su paz, al decir que sus heridas habían dejado de sangrar.
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El 19 de Febrero de 1822 fue avisada de nuevo que sufriría el último Viernes de Marzo, y no en Viernes Santo.
El Viernes 15, y de nuevo el Viernes 29, la cruz en su seno y la herida de su costado sangraron. Antes del 29, sintió más de una vez como si una corriente de fuego fluyera rápidamente desde su corazón hacia su costado, y bajando hacia sus brazos y piernas hasta los estigmas, los cuales parecían rojos e inflamados. En la tarde del Martes 28, cayó en un estado de contemplación sobre la Pasión, y permaneció en él hasta el Viernes a la tarde. Su pecho, cabeza y costado sangraron; todas las venas de sus manos estaban hinchadas, y había una zona dolorosa en el centro de ellas, la cual se sentía húmeda, aunque no fluía sangre de ella. Nada de sangre fluyó de los estigmas excepto el 3 de Marzo, el día del hallazgo de la Santa Cruz. Tuvo también una visión del descubrimiento de la verdadera cruz por parte de Santa Elena, y se imaginó a sí misma tendida en la excavación cerca de la cruz. Mucha sangre salió en la mañana de su cabeza y costado, y por la tarde desde sus manos y pies, y le pareció a ella como si fuera usada como prueba de si la cruz era verdaderamente la Cruz de Jesucristo, y que su sangre estaba testificando su identidad.
En el año 1823, el Jueves y Viernes Santo, que cayeron el 27 y 28 de Marzo, tuvo visiones de la Pasión, durante la cual sangre fluyó desde todas sus heridas, causándole intenso dolor. Entre estos inmensos dolores, aunque arrebatada en espíritu, fue obligada a hablar y dar respuestas concernientes a todos sus pequeños asuntos caseros, como si hubiera estado perfectamente fuerte y bien, y ella nunca dejó caer una queja, aunque estuviera cerca de morir. Esta fue la última vez que su sangre dio testimonio de la realidad de su unión con los sufrimientos de Aquel que se había entregado total y absolutamente por nuestra salvación. La mayoría de los fenómenos de la vida extática que se nos muestran en las vidas y escritos de Santa Brígida, Gertrudis, Matilde, Hildegarda, Catalina de Siena, Catalina de Genoa, Catalina de Bologna, Colomba da Rieti, Lidwina de Schiedam, Catalina Vanini, Teresa de Jesús, Anna de San Bartolomé, Magdalena de Pazzi, María Villana, María Buonomi, Marina d’Escobar, Crescentia de Kaufbeuern, y muchas otras monjas de órdenes contemplativas, son encontrados también en la historia de la vida interior de Anne Catherina Emmerich. El mismo camino fue trazado para ella por Dios. ¿Logrará ella, como estas santas mujeres, la consumación? Sólo Dios sabe. Nuestra parte consiste solamente en orar que tal haya sido el caso, y nos es permitido esperar tal cosa. Aquellos entre nuestros lectores que no están al tanto de la vida extática de los escritos de aquellos que la han vivido, encontrarán información sobre esta materia en la Introducción de Goërres a los escritos de Henry Suso, publicado en Ratisbone en 1829.
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Desde que muchos devotos Cristianos, para convertir su vida en un acto perpetuo de adoración, se esfuerzan para ver en sus ocupaciones diarias una representación simbólica de cierta manera de honrar a Dios, y ofrecerla a Él en unión con los méritos de Cristo, no puede parecer extraordinario que aquellas santas almas que pasan de una vida activa a una de sufrimiento y contemplación, vieran a veces sus labores espirituales bajo la forma de aquellas ocupaciones terrenales que anteriormente llenaban sus días. Entonces sus actos eran oraciones; ahora sus oraciones son actos; pero la forma permanece igual. Así fue que Anne Catherina, en su vida extática, contempló la serie de sus oraciones por la Iglesia bajo las formas de parábolas portando referencia a la agricultura, la jardinería, la tejeduría, la siembra, o el cuidado de ovejas. Todas estas diferentes ocupaciones estaban distribuidas, de acuerdo a su significado, en los diferentes períodos del año común como del eclesiástico, y eran seguidas bajo el patronato y con la asistencia de los santos de cada día, siendo aplicadas a ellas también las gracias especiales de las correspondientes fiestas de la Iglesia. La significación de este círculo de símbolos tenía referencia con toda la parte activa de la vida interior de Anne. Un ejemplo ayudará a explicar lo que queremos decir. Cuando Anne Catherina, siendo aún una niña, estaba empleada en la escarda, rogaba a Dios que desarraigara la cizaña del campo de la Iglesia. Si sus manos eran pinchadas por las ortigas, o si era obligada a rehacer el trabajo de los haraganes, ella ofrecía a Dios su dolor y su fatiga, y le suplicaba, en el nombre de Jesucristo, que el pastor de las almas no pudiera cansarse, y que ninguno de ellos cesara de trabajar celosa y diligentemente. Así su actividad manual se hizo una oración.
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Daré ahora un ejemplo correspondiente a su vida de contemplación y éxtasis. Había estado enferma varias veces, y en un estado casi continuo de éxtasis, durante el cual solía dolerse, y movía sus manos como una persona ocupada en escardar. Se quejó una mañana de que sus manos y brazos le picaban y hormigueaban, y al examinarla se encontró que estaban cubiertos de ampollas, como las que hubieran producido por los pinchazos de ortigas. Ella entonces rogó a varias personas de su conocimiento que unieran sus oraciones a las de ella para determinada intención. Al día siguiente sus manos estaban inflamadas y dolorosas, como habrían estado luego de un arduo trabajo; y cuando se le preguntó la causa, ella contestó: “¡Ah! He tenido que desarraigar tantas ortigas del viñedo, ya que quienes tenían ese deber sólo sacaban los tallos, y estaba obligada a extraer las raíces con mucha dificultad del suelo rocoso.” La persona que le había preguntado comenzó a culpar a estos trabajadores negligentes, pero se sintió muy confundido cuando ella replicó: “Usted era uno de ellos – aquellos que sólo sacan los tallos de las ortigas, y dejan las raíces en la tierra, son personas que rezan negligentemente”. Se descubrió después que ella había estado orando por varias diócesis que le fueron mostradas bajo la figura de viñedos despoblados, y en los que se necesitaba labor. La real inflamación de sus manos daba testimonio de este simbólico desarraigo de las ortigas; y tenemos quizás razón de esperar que las iglesias mostradas a ella bajo la apariencia de viñedos experimentaron los buenos efectos de su oración y su trabajo espiritual; ya que si la puerta es abierta para aquellos que golpean, deben ser abiertas por sobre todo a aquellos que golpean con tal energía como para dejar sus dedos heridos.
Reacciones similares del espíritu sobre el cuerpo se suelen encontrar en las vidas de personas sujetas a éxtasis, y no son de ninguna manera contrarias a la fe. Santa Paula, si podemos creer a San Jerónimo, visitó los santos lugares en espíritu tal como si los hubiera visitado corporalmente; y algo parecido sucedió a Santa Colomba de Rieti y a Santa Lidwina de Schiedam. El cuerpo de la última portaba huellas de este viaje espiritual, como si realmente hubiese viajado; experimentó toda la fatiga que un doloroso viaje causaría: sus pies estaban lesionados y cubiertos de marcas que parecían como si hubieran sido hechas por rocas o espinas, y finalmente tenía una torcedura por la cual sufrió largo tiempo.
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Ella fue conducida en este viaje por su ángel guardián, que le contó que estas heridas corporales significaban que había sido arrebatada en cuerpo y espíritu.
Heridas semejantes eran vistas sobre el cuerpo de Anne Catherina inmediatamente después de algunas de sus visiones. Lidwina comenzó su viaje extático al seguir a su buen ángel hasta la capilla de la Virgen Bendita en Schiedam; Anne Catherina comenzó el suyo siguiendo a su ángel de la guarda ya sea hasta la capilla que estaba cerca de su vivienda, o hasta el Camino de la Cruz de Coesfeld.
Sus viajes a Tierra Santa eran hechos, de acuerdo a los relatos que ella dio, por los caminos más diversos; a veces incluso iba todo alrededor de la Tierra, cuando la tarea espiritual impuesta sobre ella lo requería. En el curso de estos viajes desde su casa hasta los países más distantes, ella llevaba asistencia a muchas personas, ejerciendo a favor de éstas obras de misericordia, tanto corporales como espirituales, y esto era hecho frecuentemente en parábolas. Al cabo de un año, ella iría de nuevo por las mismas tierras, vería las mismas personas, y tomaría cuenta de su progreso espiritual o de su recaída en el pecado. Cada parte de esta labor siempre portaba alguna referencia a la Iglesia, y al reino de Dios sobre la tierra.
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El final de estos peregrinajes diarios que ella hacía en espíritu era invariablemente la Tierra Prometida, cada parte de la cual ella examinaba en detalle, y a la cual vio a veces en su estado presente, y a veces como era en diferentes períodos de su sagrada historia; ya que su distintiva característica y especial privilegio eran un conocimiento intuitivo de la historia del Viejo y del Nuevo Testamento, y la de los miembros de la Sagrada Familia, y la de todos los santos a quienes ella contemplaba en espíritu. Vio el significado de todos los días festivos del año eclesiástico tanto bajo un punto de vista devocional como histórico. Vio y describió, día por día, con los mínimos detalles y por nombre, lugares, personas, festividades, costumbres y milagros, todo lo que sucedió durante la vida pública de Jesús hasta la Ascensión, y la historia de los Apóstoles por varias semanas después del Descenso del Espíritu Santo. Ella consideraba todas sus visiones no como meros disfrutes espirituales, sino como, por así decirlo, fértiles campos, abundantemente repletos de los méritos de Cristo, y que no habían sido aún cultivados; ella estaba frecuentemente empeñada en espíritu en orar para que el fruto de tales y tales sufrimientos de nuestro Señor pudieran ser dados a la Iglesia, y suplicaría a Dios aplicar a su Iglesia los méritos de nuestro Salvador los cuales eran su herencia, y de los cuales ella, por decirlo así, tomaría posesión, en su nombre, con la más conmovedora simplicidad e ingenuidad.
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Ella nunca consideró que sus visiones tuvieran alguna relación con su vida Cristiana exterior, ni tampoco las consideró como de algún valor histórico. Exteriormente sabía y creía en nada más que en el catecismo, la común historia de la Biblia, los evangelios para los Domingos y festividades, y el almanaque Cristiano, el cual para su visión previsora era una mina inagotable de ocultas riquezas, desde que le dio en pocas páginas un hilo conductor que la llevaba a través de todo el tiempo, y por medio del cual ella pasaba de misterio en misterio, y solemnizaba cada uno con todos los santos, para cosechar los frutos de la eternidad a tiempo, y para preservar y distribuirlos en su peregrinaje alrededor del año eclesiástico, para que así la voluntad de Dios pudiera ser realizada en la Tierra como en el Cielo. Ella nunca había leído el Viejo o el Nuevo Testamento, y cuando estaba cansada de relatar sus visiones, diría a veces: “Léelo en la Biblia”, y entonces se asombraba al saber que no estaba allí; “ya que la gente”, añadiría, “está constantemente diciendo en estos días que no necesitas leer nada excepto la Biblia, que contiene todo, etc., etc.”.
La verdadera tarea de su vida era sufrir por la Iglesia y por algunos de sus miembros, cuyo desconsuelo le era mostrado a ella en espíritu, o que pedían sus oraciones sin saber que esta pobre monja enferma tenía algo más que hacer por ellos que decir Pater Noster, sino que todos los sufrimientos espirituales y corporales de ellos pasaban a ser de ella, y que tenía que soportar pacientemente los dolores más terribles, sin ser asistida, como los contemplativos de épocas anteriores, por las oraciones simpatizantes de una comunidad entera. En la era en la que ella vivía, no tenía otra asistencia que aquella de la medicina. Mientras estaba así sobrellevando sufrimientos que ella había tomado sobre sí por otros, frecuentemente volvía sus pensamientos a los respectivos sufrimientos de la Iglesia, y cuando estaba así sufriendo por una sola persona, ofrecería del mismo modo todo lo que soportaba por la Iglesia entera.
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El siguiente es un notable caso de este tipo: durante varias semanas tuvo todos los síntomas de la tuberculosis; violenta irritación de los pulmones, excesiva transpiración, la cual empapaba toda su cama, una tos pertinaz, expectoración continua, y una fuerte fiebre continua. Tan terribles eran sus sufrimientos que su muerte se esperaba, e incluso se deseaba, a cada hora. Se notó que tenía que luchar extrañamente contra una fuerte tentación a la irritabilidad. Si se rendía por un instante, estallaba en lágrimas, sus sufrimientos se multiplicaban por diez, y ella parecía incapaz de existir a menos que inmediatamente obtuviera el perdón en el sacramento de la penitencia. Tuvo también que combatir un sentimiento de aversión a cierta persona a quien no había visto por años. Ella estaba en desesperación debido a que esta persona, con la cual ella declaró empero que no tenía nada en común, siempre estaba delante de sus ojos con las más malignas predisposiciones, y ella lloraba amargamente, y con mucha ansiedad, diciendo que no cometería pecado, que su pesar debía ser evidente para todos, y otras cosas que eran demasiado ininteligibles para las personas que la escuchaban. Su enfermedad siguió aumentando, y se la creyó a punto de morir. En este momento uno de sus amigos la vio, para su gran sorpresa, levantarse de repente de la cama y decir:
“Repíteme las oraciones para aquellos en su última agonía”. Él hizo lo que le pidió, y ella contestó la Letanía con firme voz. Después de algún tiempo, la campana por los agonizantes se escuchó, y una persona vino para pedir las oraciones de Anne Catherina para su hermana, que ya había fallecido. Anne Catherina preguntó por los detalles concernientes a su enfermedad y muerte, como si estuviera profundamente interesada en la materia, y el amigo antes mencionado escuchó el relato dado por el recién llegado acerca de una tuberculosis semejante hasta en los más mínimos detalles a la enfermedad de la misma Anne Catherina. La mujer fallecida había estado al principio con mucho dolor y tan perturbada en su mente que parecía demasiado incapaz de prepararse para su propia muerte; pero durante los últimos quince días había estado mejor, había hecho las paces con Dios, habiéndose reconciliado en primer lugar con una persona con la que estaba en enemistad, y había fallecido en paz, fortificada por los últimos sacramentos, y atendida por su anterior enemigo. Anne Catherina dio una pequeña suma de dinero para la sepultura y el servicio funerario de esta persona. Sus transpiraciones, tos, y fiebre ahora la dejaron y parecía una persona exhausta por la fatiga, cuya sábana ha sido cambiada y que ha sido ubicada en una cama nueva. Su amigo le dijo, “Cuando te vino esta terrible enfermedad, esta mujer se puso mejor, y su odio por otra era el único obstáculo para que hiciera las paces con Dios. Tomaste sobre ti misma, por un tiempo, sus sentimientos de odio, murió en buena predisposición, y ahora pareces aceptablemente bien de nuevo. ¿Están aún sufriendo por ella?” “¡No, por supuesto!”, ella replicó, “eso sería de lo más irracional, pero, ¿cómo una persona puede evitar sufrir cuando incluso la punta de su dedo meñique está con dolor? Somos todos un cuerpo en Cristo.” “Por la bondad de Dios”, dijo su amigo, “ahora de nuevo estás algo relajada”. “No por mucho tiempo, sin embargo”, replicó ella con una sonrisa, “hay otras personas que necesitan mi asistencia”. Entonces se volteó sobre su cama y descansó un rato.
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Unos pocos días después, empezó a sentir un intenso dolor en sus miembros, y se manifestaron síntomas de agua en su pecho. Descubrimos la persona enferma por la cual Anne Catherina estaba sufriendo, y vimos que sus sufrimientos de repente disminuían o se incrementaban enormemente en exacta proporción inversa a aquellos de Anne Catherina.
Así la caridad la compelía a tomar sobre sí las enfermedades e incluso las tentaciones de otros, para que ellos pudieran en paz prepararse para la muerte. Fue compelida a sufrir en silencio, tanto para ocultar las debilidades de su vecino, y para no ser considerada ella misma como demente; fue obligada a recibir toda la ayuda que la medicina le podía procurar por una enfermedad tomada voluntariamente para el alivio de otros, y a ser reprobada por las tentaciones que no eran las suyas propias; finalmente, fue necesario que apareciera pervertida a los ojos de los hombres, para que aquellos por quienes sufría pudieran ser convertidos ante Dios.
Un día un amigo en profunda aflicción estaba sentado al costado de su cama, cuando de repente ella cayó en un estado de éxtasis, y comenzó a orar en voz alta: “¡Oh, mi dulce Jesús, permíteme llevar aquella pesada piedra!” Su amigo le preguntó que sucedía. “Estoy en mi camino a Jerusalén”, replicó ella, “y veo un pobre hombre que va caminando con la mayor dificultad, ya que hay una gran piedra sobre su pecho, el peso del cual casi lo aplasta”. Entonces, de nuevo, después de unos pocos instantes, ella exclamó: “Dame aquella pesada piedra, no puedes llevarla por más tiempo; dámela a mí”. Completamente de improviso se hundió desmayándose, como si fuera aplastada bajo una pesada carga, y en el mismo momento su amigo se sintió aliviado del peso de la aflicción que lo oprimía, y su corazón desbordante de extraordinaria felicidad. Viéndola en tal estado de sufrimiento, le preguntó que pasaba, y ella mirándolo replicó: “No puedo permanecer aquí más tiempo. Pobre hombre, tienes que tomar de vuelta tu carga”. Inmediatamente su amigo sintió todo el peso de su aflicción de regreso, mientras ella, poniéndose bien de nuevo como antes, continuó su viaje en espíritu hacia Jerusalén.
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Daremos un ejemplo más de sus esfuerzos espirituales. Una mañana le dio a su amigo una pequeña bolsa conteniendo algo de harina de centeno y huevos, y le señaló una pequeña casa en donde una pobre mujer, que tenía tuberculosis, estaba viviendo con su marido y dos pequeños hijos. Él tenía que contarle que los hirviera y los comiera, ya que cuando los hirviera serían buenos para su pecho. El amigo, al entrar en la casita, tomó la bolsa desde debajo de su capa, cuando la pobre madre, quien, enrojecida por la fiebre, estaba tendida sobre un colchón entre sus dos hijos medio desnudos, fijó sus brillantes ojos en él, y extendiendo sus delgadas manos, exclamó: “¡Oh, señor, debe ser Dios o la Hermana Emmerich que me lo envió! Me estás trayendo algo de harina de centeno y huevos”. Aquí la pobre mujer, abrumada por sus sentimientos, rompió en llanto, y entonces comenzó a toser tan violentamente que tuvo que hacer una señal a su esposo para hablar por ella. Él dijo que la noche anterior Gertrude había estado muy perturbada, y había hablado en gran medida durante su sueño, y que al despertar ella le había contado su sueño con estas palabras: “Creí que estaba en la puerta parada contigo, cuando la santa monja salió de la puerta de la casa contigua, y te dije que la veas. Ella se detuvo frente a nosotros, y me dijo, ‘Ah, Gertrude, te ves muy enferma, te enviaré algo de harina de centeno y huevos, que aliviarán tu pecho’. Entonces me desperté”. Tal era el relato simple de un pobre hombre; él y su esposa expresaron ambos encarecidamente su gratitud, y el portador de las limosnas de Anne Catherina dejó la casa muy abrumado. No le contó nada de esto cuando la vio, pero unos pocos días después, lo envió de nuevo al mismo lugar con un presente similar, y entonces él le preguntó cómo era que conocía a esa pobre mujer. “Tu sabes”, replicó, “que oro cada noche por todos aquellos que sufren; gustaría de ir y aliviarlos, y generalmente sueño que voy de un doliente domicilio a otro, y que los asisto hasta el límite de mis fuerzas. De esta manera fui en mi sueño hasta la casa de aquella pobre mujer; estaba parada en la puerta junto a su esposo, y le dije: ‘Ah, Gertrude, te ves muy enferma, te enviaré algo de harina de centeno y huevos, que aliviarán tu pecho’. Y esto hice a través de ti la mañana siguiente.” Ambas personas habían permanecido en sus camas, y soñaron la misma cosa, y el sueño se hizo realidad. San Agustín, en su Ciudad de Dios, libro XVIII, c.18, relata un caso similar de dos filósofos, que se visitaron uno al otro en un sueño, y explicaron algunos pasajes de Platón, permaneciendo ambos dormidos en sus propias casas.
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Estos sufrimientos, y esta peculiar especie de activa labor, eran como un único rayo de luz que iluminaba su vida entera. Infinito era el número de labores espirituales y compasivos sufrimientos que provenían de todas partes e ingresaban en su corazón – aquel corazón tan encendido de amor a Jesucristo. Como Santa Catalina de Siena y algunas otras extáticas, solía sentir el más profundo sentimiento de convicción de que nuestro Salvador había sacado el corazón de ella de su pecho, y colocado el suyo propio por un tiempo.
El siguiente fragmento dará una idea del misterioso simbolismo por el cual ella era interiormente dirigida. Durante una parte del año 1820, realizó varios trabajos en espíritu, para varias diferentes parroquias; sus oraciones siendo representadas bajo la figura del severo trabajo en una viña. Lo que hemos relatado antes acerca de las ortigas es del mismo carácter.
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El 6 de Septiembre su guía celestial le dijo: “Has escardado, excavado, atado y podado la vid; has abatido la cizaña como para que nunca más pudiera brotar; y luego te alejaste gozosamente y descansaste de tus oraciones. Prepárate ahora para trabajar duro desde la fiesta de la Natividad de la Virgen Bendita hasta aquella de San Miguel; las uvas están madurando y deben ser bien vigiladas”. “Entonces me condujo”, prosiguió ella, “hasta la viña de St. Liboire, y me mostró las viñas en las que yo había trabajado. Mi labor había sido exitosa, ya que las uvas estaban adquiriendo su color y poniéndose grandes, y en algunas partes el jugo rojo estaba cayendo de ellas al suelo. Mi guía me dijo: “Cuando las virtudes de los buenos comienzan a brillar en público, tienen que combatir con bravura, tienen que ser oprimidos, tentados, y sufrir persecución. Una cerca debe ser plantada alrededor de la viña para que las uvas maduras no puedan ser destruidas por los ladrones y las bestias salvajes, o sea, por la tentación y la persecución”. Entonces él me mostró cómo construir un muro amontonando piedras, y cómo levantar una gruesa cerca de espinas todo alrededor. Como mis manos sangraban con labor tan severa, Dios, para darme fortaleza, me permitió ver el significado misterioso de la vid, y el de varios otros árboles frutales. Jesucristo es la Verdadera Vid, que está para hacer raíces y crecer en nosotros; toda madera ociosa debe ser cortada, para no desperdiciar la savia, la cual está para convertirse en vino, y en el más que Sagrado Sacramento de la Sangre de Cristo. La poda de la vid tiene que ser hecha de acuerdo a ciertas reglas, las cuales se me hicieron conocer. La poda es, en sentido espiritual, el corte de todo aquello que es ocioso, es penitencia y mortificación, para que la verdadera Vid pueda crecer en nosotros, y dar fruto, en lugar de la naturaleza corrupta que sólo rinde madera y follaje. La poda se hace de acuerdo a reglas fijas, ya que sólo se necesita que ciertas raíces ociosas sean cortadas en el hombre, y tronchar más sería mutilar de manera culposa. Ninguna poda deber ser hecha nunca sobre la cepa que ha sido plantada en la humanidad a través de la Virgen Bendita, y está para permanecer en ella por siempre. La verdadera Vid une el Cielo a la Tierra, la Divinidad a la Humanidad; y es la parte humana que está para ser podada, para que así sólo la divina pueda crecer. Vi muchas otras cosas relativas a la vid que un libro tan grande como la Biblia no las podría contener. Un día, cuando estaba sufriendo un agudo dolor en el pecho, supliqué a nuestro Señor con quejidos que no me diera una carga superior a mi fortaleza para soportarla; y entonces mi Celestial Esposo apareció, y me dijo…”Os he puesto en mi diván nupcial, el cual es un diván de sufrimiento; os he dado sufrimiento y expiación como vuestro vestido y joya nupcial. Debéis sufrir, pero no os abandonaré; estáis sujeta a la Vid, y no estaréis perdida.” Entonces fui consolada de todos mis sufrimientos. Se me explicó del mismo modo por qué en mis visiones relativas a las festividades de la familia de Jesús, como por ejemplo, aquellas de Santa Ana, San Joaquín, San José, etc., siempre veía a la Iglesia de la festividad bajo la figura de un vástago de la vid. Era el mismo caso en las festividades de San Francisco de Asís, Santa Catalina de Siena, y la de todos los santos que habían tenido los estigmas.
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“El significado de mis sufrimientos en todos mis miembros me fue explicado en la siguiente visión: vi una gigantesca figura humana en un horrible estado de mutilación, y que se erguía hacia el cielo. No había dedos en manos y pies, el cuerpo estaba cubierto de espeluznantes heridas, algunas de las cuales eran recientes y sangraban, otras estaban cubiertas de carne muerta o se volvieron excrecencias. De un lado era todo negro, gangrenado y, por así decirlo, medio carcomido.
Yo sufría como si hubiese sido mi propio cuerpo que estaba en ese estado, y entonces mi guía me dijo, “Este es el cuerpo de la Iglesia, el cuerpo de todos los hombres y el tuyo también “. Entonces, señalando a cada herida, me mostró al mismo tiempo alguna parte del mundo; vi un número infinito de hombres y naciones separados de la Iglesia, todos en su propia y peculiar manera, y sentí un dolor tan excelso por esta separación como si se hubieran desgarrado de mi cuerpo. Entonces mi guía me dijo: “Deja que vuestros sufrimientos os enseñen una lección, y ofrécelos a Dios en unión con aquellos de Jesús por todos los que están separados. ¿No debería un miembro llamar al otro, y sufrir para curarlo y unirlo una vez más al cuerpo? Cuando aquellas partes que están más estrechamente unidas al cuerpo se desprenden, es como si la carne fuera desgarrada alrededor del corazón”. En mi ignorancia, creí que estaba hablando de aquellos hermanos que no están en comunión con nosotros, pero mi guía añadió: “¿Quiénes son nuestros hermanos? No son nuestros parientes de sangre los que están más cerca de nuestros corazones, sino aquellos que son nuestros hermanos en la sangre de Cristo – los hijos de la Iglesia que se desprenden”. Me mostró que el lado negro y gangrenado del cuerpo sería pronto curado; que la carne putrefacta que se había reunido alrededor de las heridas representaba a los heréticos que se dividen unos de otros en proporción a que crecen en número; que la carne muerta era la figura de todo lo que está espiritualmente muerto, y que está vacío de todo sentimiento; y que las partes osificadas representaban a los heréticos obstinados y empedernidos. Vi y sentí de esta manera cada herida y su significado. El cuerpo se estiraba hacia el cielo. Era el cuerpo de la Novia de Cristo, y que dolorosamente era contemplada. Lloré amargamente, pero sintiéndome enseguida profundamente apesadumbrada y, fortalecida por el pesar y la compasión, comencé de nuevo a trabajar con todas mis fuerzas”.
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Hundiéndose bajo el peso de la vida y de la tarea impuesta sobre ella, frecuentemente suplicaba a Dios que la liberara, y parecía estar entonces al borde de la tumba. Pero cada vez diría: “¡Señor, no mi voluntad sino la vuestra sea hecha! Si mis oraciones y sufrimientos son útiles déjame vivir mil años, pero concédeme que muera antes que ofenderte alguna vez”. Luego, ella recibiría órdenes para vivir, y surgir, levantando su cruz, una vez más para soportarla con paciencia y sufriendo tras su Señor. De tanto en tanto el camino de la vida que ella estaba siguiendo, solía mostrársele, como llevando hasta la cima de una montaña en la que había una brillante y resplandeciente ciudad – la Jerusalén celestial. Usualmente ella pensaría que había llegado a aquella dichosa morada, que parecía estar bastante cerca de ella, y su alegría sería grande. Pero de repente descubriría que estaba aún separada de ella por un valle, y entonces tendría que descender precipicios, y seguir caminos indirectos, trabajando, sufriendo, y realizando actos de caridad en todos lados. Tenía que dirigir a los descarrilados hacia el camino correcto, levantar a los caídos, llevar a veces incluso a los paralíticos, y arrastrar a los renuentes por la fuerza, y todos estos actos de caridad eran como muchos nuevos pesos sujetados a su cruz. Entonces ella caminaba con mayor dificultad, encorvada bajo el peso de su carga y a veces cayendo incluso al suelo.
En 1823 ella repetía más frecuentemente de lo usual que no podría realizar su tarea en su actual situación, que no tenía la fortaleza para ello, y que era en un pacífico convento donde ella necesitaba haber vivido y fallecido. Añadió que Dios pronto se la llevaría con Él, y que le había rogado que le permitiera obtener por sus oraciones en el mundo venidero lo que su debilidad no le permitiría cumplir en este. Santa Catalina de Siena, poco tiempo antes de su muerte, hizo una oración similar.
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Anne Catherina había tenido previamente una visión concerniente a lo que sus oraciones obtendrían después de la muerte, respecto a cosas que no estaban en existencia durante su vida. El año 1823, al final del cual ella completó todo el círculo, le trajo inmensos trabajos. Parecía deseosa de cumplir con su tarea completa, y así mantuvo la promesa que había hecho previamente de relatar la historia de la Pasión entera. Formó el asunto de sus meditaciones cuaresmales durante ese año, y de ellas se compone el presente volumen. Pero respecto a esto ella no tuvo menor parte en el misterio fundamental de su temporada de penitencia, o en los diferentes misterios de cada día festivo de la Iglesia, si en efecto las palabras “tomar parte” fueran suficientes para expresar la maravillosa manera en la que rendía visible testimonio del misterio celebrado en cada festividad mediante un repentino cambio en su vida corporal y espiritual. Vea respecto a este asunto el capítulo titulado “Interrupción de las Imágenes de la Pasión”.
Cada una de las ceremonias y festividades de la Iglesia eran para ella mucho más que la consagración de un recordatorio. Ella veía en la fundación histórica de cada solemnidad un acto del Todopoderoso, hecho a tiempo para la reparación de la humanidad caída. Aunque estos actos divinos se aparecían a ella estampados con el carácter de la eternidad, aun así ella estaba bien al tanto de que para que el hombre sacara provecho de ellos en la limitada y estrecha esfera del tiempo, éste debía, por así decirlo, tomar posesión de ellos en una serie de momentos sucesivos, y que con este propósito debían ser repetidos y renovados en la Iglesia, en el orden establecido por Jesucristo y el Espíritu Santo. Todas las festividades y solemnidades eran a sus ojos gracias eternas que retornaban en épocas fijas en cada año eclesiástico, de la misma manera a como los frutos y cosechas de la tierra vienen en sus estaciones en el año natural.
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Su celo y gratitud al recibir y atesorar estas gracias eran incansables, y tampoco estaba menos deseosa y entusiasta en ofrecerlas a aquellos que desdeñaban su valor. De la misma manera a como su compasión por su Salvador crucificado había agradado a Dios y obtenido para ella el privilegio de estar marcada por los estigmas de su Pasión y por el celo del más perfecto amor, para que todos los sufrimientos de la Iglesia y los de aquellos que estaban en aflicción fueran repetidos en los diferentes estados de su cuerpo y alma. Todas estas maravillas tuvieron lugar dentro de ella, desconocidas para aquellos que estaban a su alrededor; ni aún ella misma estuvo más consciente de ellas de lo que una abeja lo estaría de los efectos de su trabajo, mientras aún estaba guardando y cultivando, con todo el cuidado de un industrioso y fiel jardinero, el fértil jardín del año eclesiástico. Ella vivía de sus frutos, y los distribuía a otros; se fortalecía a ella misma y a sus amigos con las flores y hierbas que ella cultivaba; o, más bien, ella misma era en este jardín como una planta sensitiva, un girasol, o alguna maravillosa planta en la que, independiente de su propia voluntad, se reproducían todas las estaciones del año, todas las horas del día, y todos los cambios de la atmósfera.
Al término del año eclesiástico de 1823, tuvo por última vez una visión acerca de compensar las deudas de aquel año. Las negligencias de la Iglesia militante y de sus siervos eran mostradas a Anne Catherina bajo varios símbolos; vio cómo muchas gracias no se habían aunado, o habían sido rechazadas en mayor o menor extensión, y cómo muchas habían sido completamente desechadas. Se le hizo saber a ella cómo nuestro Bendito Redentor había depositado para cada año en el jardín de la Iglesia un tesoro completo de sus méritos, suficiente para cada requerimiento, y para la expiación de cada pecado. La deuda más estricta estaba dada por todas las gracias que habían sido desdeñadas, desperdiciadas, o completamente rechazadas, y la Iglesia militante fue castigada por su negligencia o infidelidad de sus siervos mediante la opresión de sus enemigos o humillaciones temporales. Revelaciones de esta descripción encumbraban sobremanera su amor por la Iglesia, su Madre. Pasó días y noches en oración por ella, al ofrecer a Dios los méritos de Cristo, con continuos quejidos, e implorando misericordia. Finalmente, en estas ocasiones, reunía todo su coraje, y ofrecía recoger sobre sí la falta y el castigo, como un niño presentándose ante el trono del rey, para sufrir el castigo en el que había incurrido. Se le dijo entonces a ella, “Ve cuan desgraciada y miserable sois Vos misma; Vos que estáis deseosa de satisfacer los pecados de otros”. Y para su gran terror se contempló a sí misma como una lastimosa masa de infinita imperfección. Pero todavía su amor permanecía impávido, y prorrumpió con estas palabras, “¡Sí, estoy llena de miseria y pecado; pero soy vuestra esposa, Oh mi Señor, y mi Salvador! Mi fe en Vos y en la redención que nos habéis traído cubre todos mis pecados como con vuestro manto real. No os abandonaré hasta que hayas aceptado mi sacrificio, ya que el superabundante tesoro de vuestros méritos no está cerca de ninguno de vuestros fieles siervos”. A la larga su oración se hizo maravillosamente energética, y para los oídos humanos había como una disputa y un combate con Dios, en el cual ella estaba arrebatada y apremiada por la violencia del amor. Si su sacrificio era aceptado, su energía parecía abandonarla, y era abandonada a la repugnancia a sufrir de la naturaleza humana. Cuando había pasado por esta prueba, al mantener sus ojos fijos en su Redentor en el Jardín de los Olivos, tuvo luego que sobrellevar indescriptibles sufrimientos de toda clase, soportándolos todos con maravillosa paciencia y dulzura. Solíamos verla permanecer varios días seguidos, inmóvil e insensible, luciendo como un cordero moribundo. Si le preguntábamos cómo estaba, abriría a medias sus ojos, y replicaría con una dulce sonrisa, “Mis sufrimientos son de lo más saludables”.
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Al comienzo del Adviento, sus sufrimientos fueron un poco aliviados por dulces visiones de los preparativos hechos por la Virgen Bendita para dejar su hogar, y luego de su entero viaje con San José hasta Belén. Ella los acompañaba cada día hasta las humildes posadas en donde descansaban por la noche, o iba antes que ellos para preparar sus alojamientos. Durante este tiempo solía llevar viejas piezas de lino, y por la noche, mientras dormía, las convertía en ropa de bebés y gorras para los niños de mujeres pobres, cuyos tiempos de reclusión estaban por terminar. Al día siguiente se sorprendería de ver todas estas cosas prolijamente arregladas en sus cajones. Esto le sucedió cada año alrededor de la misma época, pero este año tenía una mayor fatiga y menos consolación. Así, en la hora del nacimiento de nuestro Salvador, cuando estaba absolutamente sobrepasada de alegría, podía solamente gatear con la mayor dificultad hasta el pesebre en donde el Niño Jesús estaba tendido, y traerle ningún presente salvo mirra, ninguna ofrenda salvo su cruz, bajo cuyo peso se hundía medio moribunda a los pies de Él. Parecía como si estuviera por última vez compensando sus deudas terrenales con Dios, y también por última vez ofreciéndose en lugar de innumerables hombres que estaban espiritual y corporalmente afligidos. Incluso lo más mínimo que se conoce de la manera en la que tomó sobre ella los sufrimientos de otros es casi incomprensible. Ella dijo muy verdaderamente: “Este año el Niño Jesús me ha traído solamente una cruz e instrumentos de sufrimiento”.
Cada día se volvía más y más absorta en sus sufrimientos, y aunque continuaba viendo a Jesús viajando de ciudad en ciudad durante su vida pública, lo más que ella decía sobre el tema era, en pocas palabras, en qué dirección él estaba yendo. Una vez, preguntó de repente con una voz apenas audible, “¿Qué día es?”. Cuando se le contó que era el 14 de Enero, añadió: “Si hubiera tenido aunque sea unos pocos días más, habría relatado la vida entera de nuestro Salvador, pero ahora ya no es posible para mí hacerlo.” Estas palabras eran de lo más incomprensibles ya que no parecía ni siquiera saber en qué año de la vida pública de Jesús estaba entonces ella contemplando en espíritu. En 1820 había relatado la historia de nuestro Salvador hasta la Ascensión, empezando el 28 de Julio del tercer año de la vida pública de Jesús, después de lo cual regresó al primer año de la vida de Jesús, y había continuado hasta el 10 de Enero del tercer año de su vida pública. El 27 de Abril de 1823, a consecuencia de un viaje hecho por el escritor, una interrupción en su narrativa tuvo lugar, y duró hasta el 21 de Octubre. Ella entonces retomó el hilo de su narración desde donde la había dejado, y la continuó hasta las últimas semanas de su vida. Cuando hablaba de los pocos días que serían necesarios, su amigo mismo no sabía cuan lejos su narración llegaría, no habiendo tenido tiempo libre para ordenar lo que él había escrito. Después de la muerte de ella, él se convenció de que si ella hubiera sido capaz de hablar durante los últimos catorce días de su vida, habría llevado la narración hasta el 28 de Julio del tercer año de la vida pública de nuestro Señor, consecuentemente desde donde la había continuado en 1820.
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Diariamente su condición se hacía más terrible. Ella, que usualmente sufría en silencio, emitió ahogados quejidos, tan tremenda era la angustia que sobrellevaba. El 15 de Enero dijo: “El Niño Jesús me trajo grandes sufrimientos en Navidad. Estaba una vez más al lado de su pesebre en Belén. Él estaba ardiendo de fiebre, y me mostraba sus sufrimientos y aquellos de su madre. Eran tan pobres que no tenían por comida más que un miserable pedazo de pan. Confirió aún mayores sufrimientos sobre mí, y me dijo: ‘Sois mía, sois mi esposa; sufrid como he sufrido yo, sin preguntar el por qué’. No sé cuáles serán mis sufrimientos, ni cuánto durarán. Me someto ciegamente a mi martirio, ya sea por la vida o por la muerte. Sólo deseo que los ocultos designios de Dios puedan ser cumplidos en mí. Por otro lado, estoy tranquila, y tengo consuelo en mis sufrimientos. Incluso esta mañana estuve muy feliz. ¡Bendito sea el santo Nombre de Dios!”
Sus sufrimientos continuaron, de ser posible, incrementándose. Sentada, y con sus ojos cerrados, se caía de un lado hacia el otro, mientras ahogados quejidos escapaban de sus labios. Si se tendía, estaba en peligro de quedar asfixiada; su respiración era apresurada y oprimida, y todos sus nervios y músculos se sacudían y temblaban de angustia. Después de violentas náuseas, sufrió un terrible dolor en sus intestinos, tan fuerte que se temió que allí se estuviera formando gangrena. Su garganta estaba reseca y ardiente, su boca hinchada, sus mejillas enrojecidas de fiebre, sus manos blancas como el marfil. Las cicatrices de sus estigmas brillaban como la plata debajo de su piel dilatada. Su pulso daba de 160 a 180 pulsaciones por minuto. Aunque incapaz de hablar por su excesivo sufrimiento, mantuvo cada obligación perfectamente en mente. En la noche del 26 ella le dijo a su amigo, “Hoy es el noveno día, debes pagar por el cirio de cera y la novena en la capilla de Santa Ana”. Ella estaba aludiendo a la novena que había pedido que se hiciera por su intención, y tenía temor, no fuera que sus amigos se olvidaran de ello. El 27, a las dos en punto de la tarde, recibió la Extremaunción, en gran medida para el alivio tanto de su alma como de su cuerpo. A la noche su amigo, el excelente párroco de H…..[3], oró al lado de su cama, lo cual fue una inmensa confortación para ella. Ella le dijo: “¡Cuán bueno y hermoso es todo esto!” Y nuevamente: “¡Que Dios sea alabado y que les sean dadas las gracias mil veces!”
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La cercanía de la muerte no interrumpió enteramente la maravillosa unión de su vida con aquella de la Iglesia. Un amigo habiéndola visitado el 1° de Febrero por la noche, se había colocado detrás de su cama donde ella no podía verlo, y estaba escuchando con extrema compasión sus bajos quejidos y su respiración entrecortada, cuando de repente todo se hizo silencioso, y él pensó que estaba muerta. En este momento, la campana nocturna sonando por las plegarias matinales de la Purificación se escuchó. Era la apertura de la festividad que había causado que su alma se arrebatara en éxtasis. Aún en un estado muy alarmante, dejó escapar de sus labios algunas palabras dulces y afectuosas referentes a la Virgen Bendita, durante la noche y el día de la festividad. Hacia las doce en punto del mediodía, dijo con una voz ya cambiada por la cercanía de la muerte, “Hacía tiempo que no me sentía tan bien. He estado enferma casi una semana, ¿no? ¡Me siento como si no supiera nada acerca de este mundo de oscuridad!¡Oh, qué luz me mostró la Virgen Bendita! Me llevó con ella, y ¡cuán de buen grado hubiera permanecido con ella!” Aquí se ensimismó por un momento, y luego dijo, colocando su dedo sobre su labio: “Pero no debo hablar de estas cosas”. Desde aquel momento dijo que la más mínima palabra en su alabanza le incrementaba grandemente sus sufrimientos.
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Los siguientes días estuvo peor. El 7, por la noche, estando algo más calmada, dijo: “Ah, mi dulce Señor Jesús, gracias sean dadas a Vos una y otra vez desde cada parte de mi vida. Señor, vuestra voluntad y no la mía, sea hecha”. El 8 de Febrero, por la noche, un sacerdote estaba rezando cerca de su cama, cuando agradecidamente besó la mano de él, rogándole que asistiera a su muerte, y dijo, “Oh Jesús, vivo por Vos, muero por Vos. ¡Oh Señor, alabado sea tu santo nombre, no puedo ver o escuchar más!” Sus amigos deseaban cambiar la posición de ella, y así aliviar su dolor un poco; pero ella dijo, “Estoy en la Cruz, pronto todo se terminará, déjenme en paz”. Había recibido todos los últimos Sacramentos, pero deseaba culparse una vez más en confesión de una ligera falta que ella ya había confesado muchas veces; era probablemente de la misma naturaleza de la que había cometido en su infancia, de la cual ella siempre se culpaba, y que consistía en haber traspasado una cerca para entrar en el jardín del vecino, y codiciado unas manzanas que habían caído al suelo. Ella sólo las había mirado; ya que, gracias a Dios, dijo ella, no las tocó, pero pensó que era un pecado en contra del décimo mandamiento. El sacerdote le dio la absolución general, después de lo cual ella se estiró, y aquellos alrededor pensaron que estaba muriendo. Una persona que frecuentemente le había dado sufrimiento, ahora se acercó y le pidió perdón. Lo miró con sorpresa, y dijo con el más expresivo énfasis de la verdad, “No tengo nada que perdonar a ninguna criatura viviente”.
Durante los últimos días de su vida, cuando su muerte era momentáneamente esperada, varios de sus amigos permanecieron constantemente en la habitación contigua a la de ella. Estaban hablando en voz baja, y como para que ella no los escuchara, acerca de su paciencia, su fe, y otras virtudes, cuando de improviso escucharon su voz moribunda decir: “Ah, por el amor de Dios, no me alaben – eso me mantiene aquí, porque entonces tengo que sufrir el doble. ¡Oh mi Dios! ¡Cuántas flores nuevas están cayendo sobre mí!” Ella siempre veía flores como precursoras y figuras de sufrimientos. Entonces rechazaba todas las alabanzas, con la convicción más profunda de su propia indignidad, diciendo: “Sólo Dios es bueno: todo debe ser pagado hasta el último centavo. Soy pobre y estoy cargada de pecados, y sólo puedo compensar el haber sido alabada mediante sufrimientos, unidos a aquellos de Jesucristo. No me alaben, sino que déjenme morir en la ignominia con Jesús en la cruz”.
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Boudon, en su vida acerca del Padre Surin, relata un trato similar hacia un hombre moribundo, de quien se había pensado que había perdido el sentido del oído, pero que enérgicamente rechazó una palabra de alabanza pronunciada por aquellos que rodeaban su cama.
Unas pocas horas antes de la muerte, la cual ella anhelaba, al decir, “¡Oh Señor asísteme; ven, oh, Señor Jesús!”, una palabra de alabanza pareció detenerla, y ella la rechazó de lo más enérgicamente haciendo el siguiente acto de humildad: “No puedo morir si tantas buenas personas piensan bien de mí debido a un error; ¡te ruego que les digas a todos que soy una desdichada pecadora! Desearía poder proclamarlo como para ser escuchada por todos los hombres, ¡cuán gran pecadora soy! Estoy muy por debajo del buen ladrón que fue crucificado al lado de Jesús, ya que él y sus contemporáneos no tenían una deuda tan terrible como la que tendremos que rendir de todas las gracias que han sido conferidas a la Iglesia”. Después de esta declaración, pareció tranquilizarse, y le dijo al sacerdote que la estaba confortando: “Me siento tan apacible y tan llena de esperanza y confianza como si nunca hubiese cometido un pecado”. Sus ojos voltearon afectuosamente hacia la cruz que estaba ubicada a los pies de su cama, su respiración se aceleró, con frecuencia bebía algo de líquido; y cuando el pequeño crucifijo le fue acercado, ella por humildad sólo besó los pies. Un amigo que estaba arrodillado a un costado de su cama llorando, tenía el consuelo de frecuentemente alcanzarle el agua con la que humedecer sus labios. Como ella había dejado su mano, en la que la cicatriz blanca de la herida era más claramente visible, sobre el cubrecama, él tomó aquella mano, que ya estaba fría, y mientras interiormente deseaba de ella una señal de despedida, ella por su parte apenas presionó la de él. Su rostro estaba calmo y sereno, portando una expresión de celestial gravedad, la cual sólo puede compararse a aquella de un valiente luchador, quien después de hacer esfuerzos sin precedentes por ganar la victoria, sucumbe y muere en el mismo momento de aferrarse al galardón. El sacerdote de nuevo leyó las oraciones para las personas en su última agonía, y sintió entonces ella una inspiración interna para rezar por un piadoso amigo joven cuya festividad era ese día.[4] Sonaron las ocho en punto; ella respiró más libremente por espacio de unos pocos minutos, y entonces clamó tres veces con un profundo quejido: “¡Oh Señor, asísteme; Señor, Señor, ven!” El sacerdote hizo sonar su campana y dijo, “Está muriendo”. Varios parientes y amigos que estaban en la habitación contigua entraron y se arrodillaron para rezar. Sostenía entonces ella un cirio encendido en su mano, que el sacerdote estaba sustentando. Exhaló varios pequeños suspiros, y entonces su alma pura escapó de sus labios castos, y se apresuró, vestida con el vestido nupcial, a aparecerse con celestial esperanza ante el Divino Prometido, y a estar unida por siempre a aquella bendita compañía de vírgenes que siguen al Cordero dondequiera que vaya. Su cuerpo sin vida se hundió delicadamente sobre las almohadas a la ocho y treinta de la tarde, el 9 de Febrero de 1824.
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Una persona que tenía gran interés en ella durante su vida escribió lo siguiente: “Después de su muerte, me acerqué a su cama. Estaba sostenida por almohadas, y recostada sobre su lado izquierdo. Una muletas, que habían sido preparadas para ella por sus amigos en una ocasión en que había sido capaz de dar unas pocas vueltas a la habitación, estaban colgando sobre su cabeza, cruzadas, en una esquina. Cerca de ellas colgaba una pequeña pintura al óleo representando la muerte de la Virgen Bendita, que le había sido dada por la Princesa de Salm. La expresión de su rostro era completamente sublime, y llevaba las huellas del espíritu de auto-sacrificio, la paciencia y la resignación de su vida entera; lucía como si hubiera muerto por el amor a Jesús, en el mismo momento de realizar alguna obra caritativa para otros. Su mano derecha estaba descansando sobre el cubrecama – aquella mano a la que Dios había conferido el privilegio incomparable de ser capaz de reconocer enseguida mediante el tacto si algo era santo o que había sido consagrado por la Iglesia – un privilegio con el cual quizás nadie contó hasta tal grado – un privilegio por el cual los intereses de la religión podían ser promovidos inconcebiblemente, teniendo en cuenta que fue usado con discreción, y que seguramente no habían sido otorgados a una pobre campesina iletrada meramente para su propia gratificación. Por última vez tomé en la mía la mano marcada con un signo tan digno de nuestra más extrema veneración, la mano que era como un instrumento espiritual en el reconocimiento inmediato de todo lo que era santo, que pudiera ser honrado incluso en un grano de arena, – la caritativa e industriosa mano, que tantas veces alimentó al hambriento, y vistió al desnudo – esta mano estaba ahora fría y sin vida. Un gran privilegio ha sido retirado de la tierra, Dios se ha llevado de nosotros la mano de su esposa, quien ha dado testimonio, orado y sufrido, por la verdad. Pareciera como si no hubiera sido sin intención, que ella hubiera apoyado resignadamente sobre su cama la mano que era la expresión exterior de un privilegio particular concedido por la Divina Gracia. Temeroso de recibir una fuerte impresión al ver su semblante atenuado por las necesarias pero perturbadoras preparaciones que estaban siendo hechas alrededor de su cama, me retiré pensativo de su habitación. Si, me dije a mí mismo –si, como tantos santos solitarios, ella hubiera fallecido en una tumba preparada por sus propias manos, sus amigas, las aves – la habrían cubierto con flores y hojas; si, como en otras religiones, hubiera fallecido entre vírgenes consagradas a Dios, y que su tierno cuidado y respetuosa veneración la hubieran seguido a su tumba, como fue el caso, por ejemplo, de Santa Colomba de Rieti, habría sido edificante y agradable para aquellos que la amaban; pero sin duda aquellos honores rendidos hacia sus restos sin vida, no habrían sido conforme a su amor por Jesús, a quien ella tanto deseaba parecerse tanto en la muerte como en la vida.”
El mismo amigo escribió posteriormente como sigue: “Desgraciadamente no hubo ningún examen post-mortem oficial de su cuerpo, y ninguna de aquellas pesquisas que la habían atormentado tanto durante su vida fueron establecidas después de su muerte. Los amigos que la rodeaban se negaron a que se examinara el cuerpo, probablemente por temor a encontrarse con algún fenómeno impactante, cuyo descubrimiento habría causado mucha contrariedad de varias maneras. El Miércoles 11 de Febrero su cuerpo fue preparado para el sepelio. Una mujer piadosa, quien no delegaría en nadie la labor de prestarle a ella esta última señal de afecto, me describió como sigue la condición en la cual la encontró: ‘Sus pies estaban cruzados como los pies de un crucifijo. Los sitios de los estigmas estaban más rojos de lo usual. Cuando levantamos su cabeza fluyó sangre de su nariz y boca. Todos sus miembros permanecían flexibles sin nada de la rigidez de la muerte, incluso hasta que el ataúd fue cerrado.’ El viernes 13 de Febrero fue llevada a la sepultura, seguida por toda la población del lugar. Ella reposa en el cementerio, hacia la izquierda de la cruz, del lado más próximo a la cerca. En la sepultura frente a la de ella descansan allí los restos de una anciana y buena campesina de Welde, y en la de atrás una pobre pero virtuosa mujer de Dernekamp.”
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“En la tarde del día en que fue inhumada, un hombre rico fue, no a Pilatos, sino al párroco del lugar. Pidió por el cuerpo de Anne Catherina, no para ubicarlo en un nuevo sepulcro, sino para comprarlo por una alta suma para un doctor holandés. La propuesta fue rechazada como lo merecía, pero parece que el rumor se esparció en el pequeño pueblo de que el cuerpo había sido llevado, y se dice que la gente fue en gran cantidad al cementerio para asegurarse acerca de si la tumba había sido robada.”
Para estos detalles añadiremos el siguiente extracto de un relato impreso en Diciembre de 1824, en el Diario de Literatura Católica de Kerz. Este relato fue escrito por una persona con la cual estamos poco familiarizados, pero que parece haber sido bien informada: “Unas seis o siete semanas después del deceso de Anne Catherina Emmerich, habiéndose esparcido el rumor de que su cuerpo había sido robado, la tumba y el ataúd fueron abiertos en secreto, por orden de las autoridades, en presencia de siete testigos. Encontraron con sorpresa, no sin mezcla de alegría, que la corrupción no había aún comenzado su trabajo en el cuerpo de la piadosa doncella. Sus facciones y semblante estaban sonriendo como los de aquellos de una persona que está durmiendo dulcemente. Lucía como si hubiera sido recién puesta en el ataúd, y ni siquiera su cuerpo exhalaba ningún aroma de tipo cadavérico. ‘Es bueno mantener el secreto del rey’, decía Jesús el hijo de Sirach; pero también es bueno revelar al mundo la grandeza de la misericordia de Dios.
Se nos ha contado que una piedra ha sido colocada sobre su sepultura. Ponemos sobre aquella estas páginas; ojalá contribuyan a inmortalizar la memoria de una persona que ha aliviado tantos dolores de alma y cuerpo, y la memoria del sitio donde yacen sus restos mortales esperando el Día de la Resurrección.”
Traducido por Marcelo
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[1] Bajo el Gobierno de Jerome Bonaparte, Rey de Westphalia.
[2]Como la Cruz Patriarcal que posee dos franjas horizontales en vez de una como la Cruz Latina. Nota del Traductor.
[3]En el original el nombre de la localidad se encuentra suprimido. N.d. T.
[4]Esta festividad de su amigo debería interpretarse en el sentido de que aquel era el día de su santo. N.d.T.
Tomado de: ar.geocities.com/emmerich_lapasiondecristo/FILES1/Biografia.htm
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