¿Cómo nació el abogado del diablo?

Es una expresión habitual en el lenguaje diario que se aplica a quien defiende causas ajenas, a veces contra su propio convencimiento.  Pero este personaje es solo en apariencia maligno.  

¿Cuál es su origen?

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El abogado del diablo, una figura misteriosa y muchas veces incómoda: la del que asume el papel del «malo» en una discusión o, como lo define el diccionario, es «contradictor de buenas causas».  Pero este letrado en apariencia maléfico tiene un origen cercano a la santidad.

Y una existencia humana.  Así se denomina en el lenguaje popular a las personas que desempeñaron durante siglos la función del fiscal en los procesos de beatificación de la Iglesia católica.

De él dependía la búsqueda de argumentos en contra de la santidad, la presentación de los lados oscuros de las vidas de los candidatos a santo.

UN FISCAL PARA LOS SANTOS

«Es una especie de fiscal que efectivamente debe controlar que se cumplan todos los pasos que hay que cumplir, todos los procedimientos y ver si hay alguna objeción a la santidad.  Porque puede ocurrir que aparezcan testimonios que digan que esa persona no era tan buen cristiano. Y eso hace no aconsejable su canonización«, le dice a BBC Mundo Juan Navarro Floria, profesor de derecho canónico de la Universidad Católica Argentina.

Pero el papel del llamado «abogado del diablo« ha variado a lo largo del tiempo.

En 1983, el Papa Juan Pablo II modificó la normativa que regía las canonizaciones.  Hasta entonces, la función de fiscal en el proceso la desempeñaba el «promotor general de la fe», que contaba con su propia oficina dentro de la Congregación para las Causas de los Santos, el equivalente a un «ministerio» encargado de los asuntos de la santidad.

Ese promotor de la fe tenía la tarea de «defender la ley y proponer animadversiones» contra el candidato a ser canonizado.

La reforma impulsada por Karol Wojtyla simplificó el proceso de canonización, eliminó la oficina del promotor de la fe y su figura fue sustituida por la del promotor de justicia, cuyo papel fue matizado.

¿MURIÓ EL ABOGADO DEL DIABLO?

A partir de ese momento, su función sería «presidir las reuniones de teólogos» y «preparar los informes de la reunión», según la normativa vigente.

Este reformado promotor de justicia, consideran algunos expertos, se parece más a un secretario que a un fiscal y ven en este cambio de responsabilidades la «muerte del abogado del diablo».

Y con esta figura ausente, señalan, se abrieron las puertas de la santidad a cientos de candidatos que con la normativa anterior hubieran quedado fuera.

Durante su papado Juan Pablo II canonizó a 482 personas, más de cuatro veces el número de canonizados por el resto de sus predecesores en la silla de Pedro a lo largo del siglo XX.

Y, a riesgo de convertirnos en abogados del diablo, surge la pregunta de si, si el promotor de justicia mantuviese su papel original, algunos de esos candidatos seguirían esperando la santidad.

Tomado de:

http://www.24horas.cl/

El abogado del diablo

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(Abogado del Diablo) Un nombre popular que se da a uno de los más importantes oficiales de la Sagrada Congregación de Ritos, establecido en 1587 por el Papa Sixto V, para que tratara jurídicamente con los procesos de beatificación y canonización.  Su título oficial es Promotor de la Fe (Promotor Fidei).  Su deber le requiere que prepare por escrito todos los argumentos, incluso a veces aparentemente leves, contra la elevación de cualquiera a los honores del altar.  Para proteger el interés y honor de la Iglesia, se preocupa en evitar que nadie reciba esos honores si no se prueba jurídicamente que su muerte ha sido “preciosa a los ojos de Dios.

Prospero Lamertini, después Papa Benedicto XIV (1740-58), fue Promotor de la Fe durante veinte años y tuvo todas las oportunidades de estudiar la obra de la Iglesia en esta importante función; estaba, pues, especialmente cualificado para escribir su monumental obra “Sobre la Beatificación y Canonización de los Santos”, la cual contiene la reivindicación completa de los derechos de la Iglesia es este asunto y expone históricamente el extremo cuidado del uso de este derecho.

Ningún acto importante en el proceso de beatificación o canonización es válido a no ser que se lleve a cabo en la presencia del Promotor de la Fe formalmente reconocido.  Su obligación es protestar contra la omisión de las formas establecidas e insistir en la consideración de cualquier objeción.  La primera mención formal de este oficio se halla en la canonización de San Lorenzo Justiniano, bajo León X (1513-21). Urbano VIII, en 1631, hizo que su presencia fuera necesaria, al menos por un delegado, para la validez de cualquier acto relacionado con el proceso de beatificación y canonización.

Bibliografía: BENEDICT XIV, De Beat. et Canon. Sanctorum, I, XVIII.

Fuente: Burtsell, Richard. «Advocatus Diaboli.» The Catholic Encyclopedia. Vol. 1. New York: Robert Appleton Company, 1907.

Traducido por Pedro Royo. rc

Tomado de:

http://ec.aciprensa.com/wiki/P%C3%A1gina_Principal

Los santos de antes no usaban gomina

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Ha causado bastante bronca la noticia de la pronta canonización de Juan Pablo II y de Juan XXIII. A mí me ha molestado muy poco o, mejor dicho, nada. La proliferación de santos de las últimas décadas produjo una oferta tal que mis posibilidades de demanda ha sido totalmente superada. Por otra parte, tanta abundancia habilita la duda acerca de la calidad de los últimos santos. Es lo que pasó con las corbatas. Antes eran todasMade in Italy, y ahora los son Made in China, aunque las etiquetas continúen afirmando que son de seda. Y del mismo modo en que sigo prefiriendo las dos o tres corbatas italianas que tengo, así también le sigo siendo fiel a los santos mártires de los primeros siglos y a algunos santos medievales, y trato de evitar incorporar a mis devociones santos manufacturados en China, o en Polonia.

Fuerza es reconocer que esta significativa variación en el mercado fue obra del Polaco Magno. Hasta su llegada al solio apostólico, las canonizaciones eran muy raras. Pasaban años sin que hubiese alguna y significaban un acontecimiento verdaderamente importante para la Iglesia. Juan Pablo II, en cambio, convertido encanonizador serial, no dejó pasar mes, o semana, sin proclamar algún santo o algún beato. ¿Por qué lo hizo? Muchas cosas podrán decirse, y hemos dicho desde aquí, sobre él, pero ciertamente no era un improvisado ni un ignorante, como ha sucedido con pontífices más recientes. Yo arriesgo dos hipótesis: creyó buenamente que poniendo de moda a los santos, y sobre todo a santos contemporáneos, ayudaría a que el mundo y la Iglesia fueran más santos, o bien, las canonizaciones le aseguraban plazas repletas de bote a bote en las que saciar sus ansias de multitudes y su posibilidad de hablar y ser escuchado por millones de personas. No logró, como salta a la vista, el primer objetivo, aunque sí logró el segundo, pero le sirvió solamente para aumentar su histrionismo y ejercer sus dotes actorales aunque, sinceramente, no creo que esto fuera su objetivo. Creo que Wojtyla tenía la firme convicción de que hablando a multitudes y apareciendo en millones de televisores iba a ayudar a convertir al mundo.

El incremento descontrolado de canonizaciones produjo varias consecuencias, algunas de ellas saludables, como la discusión teológica acerca de la infalibilidad de las canonizaciones, la cual ha sido seriamente cuestionada por teólogos de la talla de Gherardini y de Ols. Sobre este tema ya hemos hablando suficientemente en este blog y no volveremos sobre él. Sin embargo, parece oportuno destacar algunos aspectos notables de los santos de cada época lo que -vale decir-, equivale a preguntarse por los criterios de santidad que la Iglesia ha utilizado a lo largo de su historia.

Pareciera que los santos canonizados o que reciben culto público por parte de la Iglesia, han respondido a las necesidades de cada época. O, dicho de otro modo, cada época ha entronizado a aquellos santos que mejor respondían a sus expectativas. Y me parece encontrar dos grandes modelos de santidad: aquel que se impone desde los inicios mismos del cristianismo hasta la Reforma, y el segundo, desde ese momento hasta nuestros días y que, estimo, cambiará nuevamente con el bergoglismo.

Resulta claro que en los primero quince siglos de la Iglesia, la virtud que se esperaba de los santos y lo que de ellos se exaltaba era la fe o, en todo caso, las virtudes teologales. No significa esto que no se hiciera caso de las virtudes morales, pero éstas estaban subordinadas y en un segundo plano. A nadie se le ocurría canonizar o rendir culto a alguien porque había sido muy paciente o muy casto. E insisto, no es porque se despreciara estas virtudes, sino porque se las consideraba obvios fundamentos sobre los cuales edificar las virtudes verdaderamente importantes y propiamente cristianas y sobrenaturales: la fe, la esperanza y la caridad.

Veamos algunos casos. Los primeros mártires fueron considerados los campeones de la fe. Su muerte era el testimonio más elevado de la fe en Jesucristo, y todo el resto de las virtudes que se señalaban en ellos -por ejemplo, la pureza y castidad en grandes mártires como Inés o Lucía- estaban en relación directa con la fe. Es decir, su castidad no era lo más importantes -las vestales eran tan vírgenes como ellas-, sino que era importante porque testimoniaba la entrega de la propia virginidad y, con ella, de la propia vida en razón de la fe depositada en el Señor.

Un caso análogo sucede con los Santos Padres. No se buscaba en ellos virtudes morales en las que, en algunos casos, estaban medio flojitos, sino su gran defensa de la fe expresada en la doctrina ortodoxa. San Jerónimo no era precisamente una persona mansa y humilde. Sus arrebatos de cólera epistolar contra San Agustín y San Basilio, por ejemplo, dan muestra de un carácter irascible, como así también sus abundantes malas palabras -era más boca sucia que el Cura Brochero, aunque las decía en latín- que aparecen en sus cartas. Y no digamos nada de las descripciones pormenorizadas de las ondulantes y seductoras bailarinas romanas que aún recordaba después de décadas de residencia penitente en Belén y que describe en sus escritos.

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¿Y qué decir de San Cirilo de Alejandría? Fue al concilio de Éfeso con una patota –literaliter– de más de cincuenta monjes egipcios para enfrentar a Nestorio y a los suyos. Como los legados pontificios no llegaban, decidió comenzar él mismo el concilio, y lo hizo apretando de todos los modos posibles a través de sus monjes, con sobornos y violencia, a los Padres Conciliares y a las influyentes personalidades civiles a fin de que condenaran las doctrinas nestorianas, cosa que, efectivamente, sucedió. Y Cirilo es santo y doctor de la Iglesia. Ciertamente, no lo es por su heroicidad en las virtudes morales, sino por su firmeza al servicio de la doctrina y por su valentía demostrada en defensa de la verdad católica. Es decir, por su fe.

Ocurre lo mismo con muchos de los santos medievales. Santa Clotilde, esposa de Clodoveo, el primer rey cristiano de los francos, tuvo la misión de concentrar en sí la idea de la Francia católica, pues debido a su insistencia fue que su esposo, y con él todo su pueblo, se convirtieron a la fe. No tengo dudas de la piedad de esta santa mujer, pero recordemos que fue hija de Chilperico II de Burgundia (un soberano bárbaro en el sentido pleno del término), su tío Gundebaldo asesinó a su padre y ahogó a su madre además de provocar el exilio de su hermana. Finalmente, sus hijos terminaron matándose entre ellos para heredar la corona de Clodoveo. En este ambiente familiar, nada propenso al cultivo y estímulo de las virtudes morales, resulta difícil pensar en Clotilde como una santa al estilo de Santa Margarita María o de Santa Faustina. Ella fue una mujer fuerte en la defensa de la fe frente al paganismo y al arrianismo, a punto de tal de convencer a su esposo y de hacerlo bautizar por San Remigio.

San Canuto, o Knud el Santo, fue rey de Dinamarca y quien convirtió a su reino al cristianismo en el siglo XI. Muere asesinado por sus propios súbditos, los campesinos de Jutlandia, que no querían acompañarlo en una expedición militar contra Inglaterra cuyo trono pretendía ocupar. El pobre Canuto era bastante ambicioso, cruel y tendría varios vicillos más. Sin embargo, fue canonizado en 1101. El motivo no fue, una vez más, su heroicidad en la práctica de las virtudes morales, sino su fe, más allá de sus defectos que, al parecer, eran notables.

Veamos todavía un caso más. San Vladímir de Kiev, definido por su biógrafo Volkoff como fornicator maximus, no era precisamente un dechado de virtudes. Sin embargo, a él se debe la conversión al cristianismo de los pueblos eslavos y por eso es un gran santo de la Iglesia católica, tanto de la romana como de la ortodoxa. Ciertamente, después de su conversión, habrá cambiado de vida -y esto lo narran sus biografías-, pero todos sabemos que los hábitos, a no ser por un milagro, no desaparecen automáticamente después de una confesión, o de un bautismo. Necesitan ejercicio y desarraigo lo cual no sé hasta qué punto habrá sido el fuerte de Vladímir. Su grandeza estriba, como la de San Canuto y la de tantos otros, en haberse decidido por la fe de Cristo y contra el paganismo en el cual había nacido y al cual pertenecía, con todo lo que eso significaba. Y Dios seguramente lo premió con su visión por este acto, más allá que en lo moral no hubiese sido un ejemplo.

Pero con la Contrarreforma la cosa cambia. Los jesuitas, aunque no sólo ellos, comienzan a vender una santidad de moralina en la que se impondrán con fuerza las virtudes morales por sobre las teologales. Y aparece entonces, por ejemplo, San Luis Gonzaga, novicio de esa congregación, que era tan pero tan puro que no miraba a su madre y a sus hermanas para evitar tentaciones contra la castidad. Y por el estilo serán las vidas de San Estanislao de Kostka o de San Juan Berchmans. No dudo en absoluto de la santidad de estos jóvenes; lo que sostengo es que el motivo de su elevación a los altares, tal como se desprende de sus biografías, fue la heroicidad en el cumplimiento de ciertas virtudes morales. Seguramente, ejercitaron muchas virtudes más y en grado sumo también las teologales, pero la suya, mal que les pese, es presentada como una santidad de moralinas.

Veamos otro caso. Se cuenta de San Francisco de Sales que era tan pero tan piadoso que, cuando fue consagrado obispo, hizo promesa de rezar el rosario durante todos los pontificales que le tocara celebrar, en medio de tan aburridas ceremonias.  Así que, para seguir su ejemplo, a rezar el rosario durante la misa… No digo que no haya que rezarlo durante los sermones, siempre tan aburridos, largos y exasperantes, pero la misa es un poquito más importante que el rosario, me parece, y mucho más lo es para quien la celebra, y mucho más aún si el tal es un obispo. Y como este hecho salesiano, las hagiografías y comentarios nos presentarán al santo doctor de Ginebra como el más pacífico y dulce de entre los hombres, bastante alejado de los berrinches de San Jerónimo, de las patoteadas de San Cirilo y de las ferocidades de San Canuto. Resulta claro que los criterios de santidad y de canonización cambiaron rotundamente. Una vez más insisto: creo que todos ellos son santos y gozan de la visión del Cordero Inmaculado, pero convengamos que son santidades distintas o, al menos, distintamente presentadas.

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Hasta aquí algunos hechos que pueden ser comprobados históricamente. Ahora, un poco de pre-visión. Bergoglio es un puntero del conurbano bonaerense, aún cuando se vista de blanco. Para mantener su popularidad y adhesión no puede repartir planes trabajar, como hacen sus colegas. Va a repartir entonces bergoglemas y gestos populistas, sospechosamente ayudado por los medios de comunicación. Y aquí un paréntesis: resultan sugerentes algunos datos de la última semana: se anunció con bombos y platillos la gran humildad del papa que había hablado con Alitalia a fin de que no le pusieran una cama en el avión que lo conducirá a Río y que prefería salir de Fiumicino para no complicar a la gente despegando desde Ciampino. Todo el mundo dijo, claro, ¡Qué humilde! ¡Qué desapegado de los lujos! ¡Qué diferente a sus antecesores! Pero resulta que el papa Benedicto tampoco tenía cama en su avión y siempre salió de Fiumicino. Se trató de una mentirilla pontificia que -tarde-, fue aclarada por el jesuita Lombardi, y que no repercutió en los medios.

Y es sugerente también que quienes conocieron a Bergoglio como arzobispo de Buenos Aires lo detestan. Públicamente se ha despachado ya varias veces el P. Marcó, que fue su vocero durante años, desde su programa de televisión y, en privado, varios arzobispos, obispos que no revistan precisamente en las filas de los conservadores. Y con ellos, muchos de los curas que lo conocieron y padecieron en la arquidiócesis porteña. No es el caso de dar nombres o relatar anécdotas, pero les aseguro que son varias. Sólo así se entiende un dato aparecido en los diarios los últimos días: de los 42.000 jóvenes argentinos que asistirán a las JMJ en Río, sólo 2000 son de la arquidiócesis de Buenos Aires. Era de suponer, en buena lógica, que de allí deberían haber sido un grupo mucho más numeroso, no sólo porque, en general, las parroquias porteñas cuentan con mayor poder económico, sino porque están mucho más cerca de Brasil que los puntanos o que los salteños, y porque se trata de agasajar a su ex-ordinario. A fin de cuentas, el único que sigue lavando y zurciendo zoquetes papales parece ser Mons. Taussig, acompañado del P. Ianuzzi y de los curas del IVE que están temblando por la que se les viene, o la que se les vino más bien y no saben todavía cómo anunciarla…

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Cerrando el paréntesis y volviendo al hilo del post, Bergoglio nunca promoverá, me parece a mí, la canonización de santos como Domingo Savio o María Goretti, tan fuera de lugar en la sociedad contemporánea, porque el mundo se le reiría en la cara. No sería extraño entonces que comenzara una campaña de canonización de santos populares, suspendiendo si fuera necesario los debidos procesos e inaugurando un fast trackpara ellos, mientras que los santos regionales o de cabotaje, deberían esperar su turno y pagar los más onerosos peajes correspondientes.  ¿De qué otro modo interpretar si no, la canonización de Juan XXIII? No cumpliendo aún los requisitos canónicos -le faltaba un milagro-, el papa decidió canonizarlo porque se le cantó. ¿Qué impide, entonces, que esto se le haga costumbre? Aunque ganas no le faltarían, no creo que lleguemos a Santa Gilda de la Bailanta o a San Nicolás Landoni y los ciento noventa y tres mártires de Cromañón, pero podría sorprendernos con Angelelli o con las monjas irlandesas, con algún laiquillo pacifista de San Egidio o con algún cocalero boliviano muerto por la DEA.

Parece exagerado lo que digo, pero cada día nos damos cuenta de que la patética realidad del personaje está superando la ficción. Es esto lo que sucede cuando los hombres menores acceden a los puestos para los que no fueron hechos: nunca deberemos subestimar su incapacidad.

Como decía el Dante: Sempre la confusion delle persone, principio fu del mal della cittade.

Tomado de:

http://caminante-wanderer.blogspot.com.ar/

Deprisa, deprisa…

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Finalmente tendremos un beato súbito. Comparando con lo que costaba sacar adelante una causa de beatificación-canonización cuando las causas de los Santos se llevaban con más rigor, después de todo cinco años no son nada, tratándose de lo que se trata.

Pero entiendo que lo que se trata es algo muy grave, porque beatificar/canonizar no es cuestión baladí. Aunque la ligereza con la que se reformó el procedimiento canónico por voluntad del nuevo próximo beato súbito haya rebajado tan notablemente las graves consideraciones que todo proceso de canonización debe (debería) tener.

Por ejemplo, si el antiguo promotor fidei, esa figura temible conocida popularmente como «abogado del diablo», hubiera estado vigente, el proceso del beato súbito no hubiera durado ni un mes. O no se hubiera incoado, siquiera. Ahora que ya no hay abogados del diablo, se sabe (se prueba) que las causas de beatificación-canonización progresan adecuadamente, sin obstáculos casi. Si interviene el entusiasmo, como en este caso, la garantía de concluir el proceso en breve es una más que probabilidad.

¿Y los milagros etc.? Milagros etc. tienen otras causas, muy bien estudiados y contrastados. Pero son causas paradas, en stop, una situación que se dice, en términos canónicos, dilata sine die. Si no de derecho, sí de hecho. Por ejemplo, y sir más lejos, la causa del venerable Pio XII, detenida por el complejo/tráuma judío y laprudente consideración de que no es oportuna su conclusión. El resultado es ese estado quasi de letargo, latente, en que se ralentizan algunas causas hasta que les llega el momento oportuno. Como fue el caso del beato Pio IX, emparejado en la beatificación con Juan XXIII, para hacer pasar al uno por el otro, dada la antipatía que en algunos sectores políticos de Italia se le tenía al Papa antagonista (víctima) del Risorgimento.

Es decir, que se escoje a quien se quiere y se prefiere una causa y no otra, pretiriendo a unos y promoviendo a otros. Todo sin faltar al orden canónico, sin prevaricar canónicamente, con toda justicia y rectitud. Sí. Pero seleccionando y ordenando las precedencias, urgiendo unas causas y dejando a su ritmo natural/sobrenatural otras. Qué duda cabe que, en este sentido, la causa del beato súbito ha sido una causa, más que urgente, urgida.

¿Y por qué esta urgencia? Yo creo que por evitar complicaciones ulteriores que la impedirían o – por lo menos – la demorarían considerablemente. Más de una vez he comentado que a Juan Pablo IIº o lo canonizan pronto, o no se canonizará. Se trata de una de esas figuras cuya impresión se modera considerablemente en cuanto se aleja uno del personaje y sus fuertes impresiones. Quiero decir, entre otras cosas, que es distinta la estampa del Papa animoso y entusiasta, desafiante y optimista, tenaz y sacrificado, al otro perfil de Juan Pablo IIº y su pontificado que se ha ido descubriendo desde el año 2005 hasta el presente. No refiero hechos porque ni me resulta agradable citarlos, ni lo juzgo necesario, suponiendo que el que lea esto sabrá a qué me puedo estar refiriendo. Correr un tupido velo es, muchas veces, una necesidad piadosa, que, sin embargo, no supone suspender el juicio crítico sobre las cosas y sus protagonistas.

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Absolutamente, sostengo que cinco años son insuficientes para ponderar un pontificado tan extenso y prolífico en acontecimentos y hechos como el de Juan Pablo II. Tanto más si se trata de emitir un juicio definitivo y terminante sobre el mismo, ya que eso es, en cierta manera, lo que supone beatificarle. Si con la persona van también sus hechos, me parece patente que ciertos actos del Papa Wojtyla son bastante cuestionables. Y algunos, como la aberración de Asís 1986, insostenibles.

Recuerdo un libro titulado «La fabricación de los santos» de un tal Kenneth Woodward, del año 1990, más o menos; un periodista católico americano que escribió un reportaje divulgativo sobre el tema de las canonizaciones, bastante crítico, con algunas tesis poco católicas. Pero recogía interesantes testimonios de algunos de los más famosos y activos postuladores de causas de santos de aquellos años, ya en plena época de las poli-beatificaciones y canonizaciones juanpablistas. En uno de los capítulos en que se tocaba el particular de las canonizaciones de los Papas, el famoso padre Gumpel (uno de los postuladores de la Compañía de Jesús que, entre otras, defiende la causa de Pio XII) dice expresamente que – «…no deberíamos dar la impresión de que el papa (quiere decir todos los papas) es necesariamente un candidato a la santidad». A continuación, el periodista escritor comentaba lo dificil que va a ser librarse de esa impresión, hoy tan generalizada entre los católicos, dado el frenesí de gloria (dice él) que la presencia del Papa (sobre todo en sus viajes y encuentros multitudinarios) suscita entre los fieles.

Qué duda cabe que el caso de Juan Pablo II y su súbita beatificación es un patente caso de esto último.

Por supuesto, quede constancia de la obediente obsequiosidad con la que el que esto escribe acogerá/acatará al beato súbito (y al santo, si llega). Pero conste también que a los Santos en particular se les tiene devoción libre y concreta, sin obligación de encenderles velas a disgusto. Así que, supongo, al beato súbito le profesaré devoción global, sumaria, en el totum de la Communio Sanctorum.

Y Dios proveerá.


p.s. Por cierto, aquí dejo una breve impresión del tal Kenneth Woodward sobre elsanto súbito original, en Abril del 2005.


+T.

Tomado de:

http://exorbe.blogspot.mx/