28 octubre, 2015
Uno de mis mayores tesoros hoy en día es la Biblia que me regaló mi madre de pequeño. Con esta Biblia, después de rezar en familia, con el pijama puesto, acostados en la cama, leo las historias sagradas a mis hijos. Ya hemos leído la Biblia entera varias veces (no es el texto completo evidentemente, sino una adaptación para niños), y no se cansan de oírla. Me maravilla las vueltas que da la vida, cómo la Providencia ha logrado que esto ocurra, a pesar de la infancia que tuve. Para que el lector me entienda tendré que dar una breve explicación de cómo me crié.
Nací en una familia británica post-cristiana. Observo con tristeza que hoy en España este tipo de familia está a la orden del día, pero en 1975 cuando yo nací prácticamente no existían. El Reino Unido iba al menos una generación por delante en su descristianización, aunque últimamente España está haciendo todo lo posible por alcanzar en descreimiento a mi país, cuna del liberalismo. Una familia post-cristiana, si no es radicalmente anticristiana, y la mía no lo era, suele conservar restos culturales de la herencia cristiana, pero son sólo vestigios muertos, como restos de la poda de un árbol; la savia ya no fluye por ellos y sólo sirven para “tirar al fuego”, como dice el Señor. Yo crecí en un ambiente en el que la religión era un objeto de estudio interesante desde el punto de vista sociológico, cultural y psicológico, pero que no podía tener absolutamente ninguna importancia en la vida de las personas inteligentes y formadas.
Quizás por nostalgia de su herencia cultural, a los 9 años mi madre me regaló una Biblia infantil, y como ávido lector que era (y sigo siendo), la leí entera. No la leí una sola vez, como cabría esperar de un niño pagano en un ambiente pagano, sino que la leí una y otra vez. Me quedé especialmente impactado por los dibujos. Un día me dijo un amigo que estaban aprendiendo el Padrenuestro en Religión (yo, al ser un niño pagano, iba a Ética). Cogí una Biblia de la habitación de mis padres y busqué la oración. Tardé un buen rato en encontrarla, porque lógicamente no tenía ni idea de dónde aparecía; para mí era lo mismo el Levítico que el Evangelio de San Mateo. No sé porqué, pero memoricé el Padrenuestro y me repetía esa oración de vez en cuando, sin entender realmente lo que significaba. Sigue leyendo