Lunes, 7. Noviembre 2016 – 8:58
Hillary, buena; Trump, malo. Hillary, progresista; Trump, fascista. Hillary, inteligente; Trump, burdo. Hillary, seria; Trump, populista. Esas son algunas de las bárbaras simplificaciones que prácticamente todos nuestros medios de comunicación, con poquísimas excepciones, han venido repitiendo desde hace meses como “análisis” de las elecciones presidenciales norteamericanas. Con esa mixtificación no hacían sino repetir el discurso de los grandes medios estadounidenses, volcados en el apoyo a la señora Clinton con una unanimidad propiamente norcoreana. La unanimidad ha llegado al extremo de que el coro mediático ha jaleado hasta el infinito las eventuales manchas en el expediente de Trump mientras, al contrario, ha callado (con un silencio igualmente infinito) las brutales revelaciones sobre los comportamientos públicos y privados de Hillary Clinton, comportamientos que incluyen una intimidad más que inquietante con el dinero árabe, con bancos depredadores y con fundaciones más bien sucias. Y a pesar de todo…
Y a pesar de todo, esta campaña electoral llega a su recta final en una atmósfera de plena incertidumbre, porque Trump, en efecto, puede ganar. ¿Y cómo puede ganar si la inmensa mayoría de los medios lleva meses arrastrando su nombre por el fango, si todos los poderes locales e internacionales le condenan? Puede ganar porque el ciudadano norteamericano, a fecha de hoy, no piensa ni siente lo mismo que sus elites económicas, mediáticas y políticas.
Hace años que los que mandan –lo mismo en Washington que en Madrid- viven en un mundo aparte, su propio mundo, cada vez más alejado del destino colectivo de sus pueblos. Ese fenómeno, descrito por sociólogos como Christopher Lasch hace ya veinte años, ha alcanzado hoy su apogeo y ha pasado a convertirse en una constante del mapa político de nuestro tiempo. En gaceta.es lo venimos diciendo desde el principio de la campaña, incluso antes, desde las primarias republicanas: mientras la mayoría de los expertos veían a Trump como una broma extravagante sin repercusión real, en nuestro medio explicábamos que su discurso estaba conectando con una buena porción de la ciudadanía americana. No era ningún misterio: bastaba con escuchar a los ciudadanos, hablar con ellos, leer sus webs. Por supuesto, los demás medios también lo sabían. La pregunta es por qué la mayoría mediática ha preferido ocultar la verdad.
El discurso de Trump, en efecto, va mucho más allá de la sucesión de exabruptos que la prensa mundial nos está vendiendo. Lo que Trump ha venido a decir es lo siguiente: el establishment, los que mandan en la política, la economía y los medios (que son cada vez más los mismos), empujan a Norteamérica hacia un proyecto de dominación global que está secando literalmente al país; apartarse de esa política y volver los ojos hacia un proyecto de dimensiones propiamente nacionales devolverá a América su grandeza. Puede ser verdad o puede ser mentira. Se puede estar de acuerdo o no. Pero la apuesta va mucho más allá de las simplezas que nos han contado. Y no debe de resultar inocua para el poder establecido cuando tanto empeño se ha puesto en matar política y personalmente a Trump.
A estas horas de hoy, lunes, parece que todo va a actuar contra Trump en la jornada electoral. De momento, el FBI ya ha concluido, asombrosamente, que no hay razones para procesar a Hillary, y lo ha dicho –nada asombrosamente- a pocas horas de que los americanos depositen su voto. Pero incluso si Trump pierde, los debates que el candidato republicano ha puesto sobre la mesa permanecen vigentes: frente al multiculturalismo, identidad; frente a la globalización, soberanía; frente a la ideología de género, defensa de la familia y del derecho a la vida. Son debates que ya están circulando con intensidad en todo Occidente. En España, por desgracia, seguimos girando en torno a nuestro pequeño ombligo, entre Podemos y Rajoy.
En España, por cierto, todos los partidos con representación significativa han acudido en tropel a defender las banderas de Hillary Clinton, es decir, los estandartes oligárquicos del multiculturalismo, la globalización y la ideología de género, ese nuevo consenso capaz de cobijar lo mismo a Cospedal que a Iceta. El Partido Popular, que en las elecciones americanas siempre había enviado delegados a los dos partidos, en esta ocasión sólo ha colocado observadores en la convención del Partido Demócrata. Es toda una declaración de intenciones. Es un signo evidente de que el poder está con Hillary, de que Trump aterra a la nueva oligarquía global. Razón de más para decir “Yes we Trump”.