El fin de Judas

San Mateo 27,3-10.

93. No cabe la menor duda de que las lágrimas de Pedro eran de las derramadas como fruto de un corazón afectuoso; el traidor no tenía ni idea remota de ese llanto que lograba borrar la culpa, antes, por el contrario, el tormento de su conciencia le hacía con­fesar su sacrilegio, para que, mientras el reo se condena por su propio juicio y expía la falta con un suplicio voluntario, se mani­fieste la piedad del Señor, que no quiere vengarse por su propia mano, y su divinidad, que pregunta a su conciencia por medio de su poder invisible.

94. He pecado —dijo— entregando la sangre del justo. Y aunque la penitencia del traidor es ya vana, puesto que pecó con­tra el Espíritu Santo, con todo, existe algún atenuante en el cri­men al reconocer la culpa. Y aunque no resulta perdonado, sin embargo, comprende el cinismo de los judíos, los cuales, a pesar de ser acusados por la confesión del traidor, no obstante se arrogan los derechos del criminal contrato y se creen exentos de culpa, diciendo:¿qué nos importa a nosotros; allá tú. Verdaderamente son insensatos al creerse libres y no cómplices del crimen del traidor. En las cuestiones meramente pecuniarias, una vez resarcido el precio, cesa la obligación; así ellos, tan pronto recibieron el precio, llevan a término el sacrilegio, e impulsados por sus malos constantes deseos, toman como cosa suya la funesta venta de sangre, mientras pagan al vendedor el precio de su sacrilegio.

95. Evidentemente, pues, cuando este precio de sangre es colocado en lugar aparte en el tesoro sagrado de los judíos y con el dinero que fue vendido Cristo se compra el campo del alfarero; cuando este lugar es destinado para que sirva de cementerio a los extranjeros, el oráculo profético se cumple claramente y se revela el misterio de la Iglesia naciente. El campo éste figura, según la palabra divina, a todo el mundo (Mt 13,38); el alfarero representa a Aquel que nos formó del barro y del que lees en el Antiguo Testamento: Dios hizo al hombre del barro de la tierra (Gen 2,7), consevando, a voluntad, el poder no sólo de formarlo por la naturaleza, sino también el de reformarlo por la gracia. Porque, aunque caigamos, dominados por nuestros propios vicios, sin embargo, su misericordia nos devuelve el espíritu y el alma, según las palabras de Jeremías (18,2ss) y nos reforma.

96. Además, el precio de la sangre es el precio de la pasión del Señor. Y así, con el precio de su sangre, compró Cristo al mundo, ya que vino para que el mundo fuese salvado por El (Io 3,17), el cual es no sólo obra suya, sino también es algo que le corresponde por derecho. En otras palabras, vino para conser­var para la gracia de la eternidad a todos los que, por el bautis­mo, están consepultados y muertos con Cristo (Rom 6,4.8; Col 2,12). Pero no todos tienen indistintamente un mismo lugar para su sepultura, ya que, aunque el mundo admite a todos los hom­bres, no a todos conserva. Si bien hay un lugar común donde todos habitan, sin embargo, la sepultura es verdaderamente legítima sólo para aquellos que, gracias a la fe, son actualmente de la casa de Dios (Eph 2,19), aunque hubieren estado antes pere­grinando bajo la Ley. Y ¿quiénes son éstos, sino aquellos de quienes se dice: Acordaos de que en otro tiempo fuisteis gentiles y extranjeros, según la carne, de la sociedad de Israel y extraños en la alianza de la promesa? (Eph 2,11ss). Pero éstos ya no son extranjeros ni peregrinos, puesto que han merecido ser compañeros de los santos por derecho de la fe.
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