Debiéramos tener una fe en el cielo, tan fuerte y contagiosa como fue la de Santa Dorotea, virgen y mártir de Capadocia, en el siglo IV.
Al comparecer ante el gobernador Apricio, dijo que no quería sacrificar a los dioses, porque creía en un solo Dios verdadero y no quería casarse porque estaba desposada con Cristo. El gobernador la entregó a dos muchachas, Crista y Calixta, que por miedo habían renunciado a la religión cristiana. Se suponía que éstas la convencerían de que hiciera lo mismo, pero resultó lo contrario.
-¿Cómo tenéis tanto miedo a sus amenazas? – les dijo Dorotea-. ¿Qué son todos los dolores y tormentos de esta vida comparados con el cielo y su gozo sempiterno?
Estas y otras ardientes palabras de la mártir, y la santa valentía con que les hablaba, reanimaron el primitivo valor de las dos muchachas y cuando Dorotea tuvo que encararse de nuevo con Apricio, la acompañaron ellas para sufrir en su compañía el martirio por Cristo.
El gobernador, después de la tortura y los azotes apeló a sus propios argumentos y sugestiones:
-Eres joven y hermosa – le dijo- Tu vida está a tu vista, llena de felicidad, que yo te garantizo con solo que renuncies a esa locura. Sería el colmo de la insensatez escoger la muerte, para estar debajo de la tierra entre los espíritus sombríos y horribles de los muertos.
-No- replicó Dorotea – Yo no iré a esos parajes sombríos. Estaré con mi Amado, Jesucristo, en su delicioso jardín, donde siempre es verano con flores y árboles cargados de olorosos frutos.
Frustradas sus esperanzas, desistió el tirano de su empeño y condenó a las tres a ser decapitadas.
Mientras Dorotea era conducida al lugar de la ejecución, un joven abogado llamado Teófilo, le gritó mofándose de ella:
-Dorotea, acuérdate de mí y mándame un sabroso fruto de tu vergel!
Ella se volvió, sonriendo, y contestó:
-Sí, Teófilo, me acordaré.
A los pocos minutos, la cuchilla del verdugo coronó su glorioso martirio.
Mientras Teófilo estaba contando, festivo, la anécdota a sus amigos, se le presentó un ángel en forma de niño, con un cesto que contenía tres rosas y tres manzanas olorosas y le dijo:
-Dorotea me manda que te traiga esto en cumplimiento de su promesa.
Y, antes de que se le pudiera preguntar nada, desapareció.
Era invierno. Por consiguiente, entendió Teófilo que las rosas y las manzanas y el mismo misterioso mensajero eran de otro mundo.
Profundamente conmovido, se fue al gobernador para decirle que también él creía en aquel Dios verdadero que Dorotea adoraba. No tardó el joven convertido en reunirse con Dorotea en el paraíso, entrando en él por la misma puerta del martirio.
Ésta es la leyenda más generalizada.
Pero en su forma más antigua, la leyenda tiene un final menos milagroso y espectacular, pero no por eso menos impresionante. Según esa versión, cuando Dorotea se preparaba para recibir el golpe del verdugo, dio su velo a un niño de seis años que estaba allí cerca, con el encargo de entregarlo a Teófilo. Recibióle éste y lo encontró bañado en una fragancia extraordinaria de rosas y de frutos. Y si el olfato percibió tan agradable perfume de aquel postrer recuerdo de Dorotea, el espíritu de Teófilo recibió el bálsamo confortante de la fe en el cielo y el valor para arrostrar como ella la palma del martirio.
(Véanse también núms. 184, 387, 586)