El cielo exige el martirio

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Yo digo a los soberbios: “No os ensoberbezcáis, y a los impíos: No irgáis vuestra cabeza.  No levantéis  en alto vuestras frentes, no habléis con erguida cerviz.  Ciertamente, ni del oriente, ni del desierto vendrá la salvación”. Sal. 74. 5-7.

Queridos hermanos, se cuenta en la vida de San Bruno, el gran santo fundador de la Orden de la Cartuja, un episodio que condujo a la definitiva decisión del santo a vivir la vida de retiro. Este hecho, descrito por los primeros biógrafos, es puesto en cuestión por historiadores posteriores  de la vida del santo. Pero quiero traer ha  mención  ese relato por la gran enseñanza moral. Lo sucedido, muy resumido, tuvo lugar durante el funeral de un conocido y muy apreciado doctor de la Universidad de París, sacerdote, al parecer de todos,  de suma bondad y reputado por muy virtuoso. Para asombro de todos los presentes, en un momento en que el oficiante dijo las palabras: Responde mihi  – Respóndeme –  el cadáver alzó la cabeza y exclamó: No tengo necesidad de oraciones; por justo juicio de Dios soy condenado al fuego sempiterno.

El santo fundador de la Cartuja, dijo, como cualquiera de nosotros podría decir: ¿En qué pensamos? Se condenó un hombre, que a juicio de todos hizo siempre una vida tan cristiana; ¿quién podrá fiarse ya con seguridad el testimonio que le dé su equivocada conciencia? ¡Oh qué terribles son los altos juicios de Dios! El difunto ya no habló para sí; a nosotros se dirigió el grito de aquel espantoso milagro. La resolución del drástico cambio de vida fue inevitable y firme.

Estremecedor relato que nos recuerda que el juicio es de Dios y sólo de Él. Ciertamente, ni del oriente, ni del desierto vendrá la salvación. Surge una pregunta: ¿Nos esforzamos por seguir al Señor?  Sabemos de nuestros esfuerzos por estudiar una carrera, por encontrar trabajo, por ganar más dinero, por comprarnos esto o aquello, por realizar un viaje, por tener más comodidades. ¿Nos preocupa la salvación de nuestra alma? ¿Nos esforzamos sinceramente en ello?

Verdaderamente  muchos se esfuerzan muy poco en seguir cada vez más y mejor al Señor. ¿Cuántos viven con la preocupación sincera de salvar su alma? ¿Qué esfuerzo realizan para no perderla eternamente? Si son sinceros, a veces un simple Pater noster de más ya es demasiado. ¿Piden con fe al Señor? ¿No pierden más tiempo quejándose que siendo fervorosos? Esperamos que el Señor nos complazca – y lo hace en muchas ocasiones –  y en su lugar recibe ingratitudes. ¿No está el Señor solo? ¿No están los Sagrarios vacíos? No hay esfuerzo para hacerle una visita. No hay esfuerzo para el Señor.

Los niños mientras crecen, alzan los brazos y miran lo que van creciendo. Muchos de nosotros  ni siquiera se pondrían de puntillas para tocar al Señor; preferimos que el Señor baje Su mano. El esfuerzo es mínimo. Rezamos todos los días y lo hacemos mal, empezamos las oraciones pensando en terminar. ¡Cuántas veces! No hay esfuerzo. No sabemos de abstinencias, de privaciones, de ayunos, de sacrificios. Muchos quieren subir en la vida espiritual y compran libros y asisten a este o aquel cursillo, pero no avanzan en aquella. ¿Por qué? No se esfuerzan lo suficiente, no están dispuestos al sacrificio. No existe una fórmula mágica que se pueda leer en un libro o que la expliquen en un cursillo de oración. La única fórmula es el esfuerzo firme, constante, perseverante del alma, que estando dispuesta a salvar su alma, no escatima el más mínimo sacrificio y penitencia para ello. Pero no solo no lo evita, lo desea.

Conocemos el episodio del joven rico que, queriendo seguir el Señor,  no tuvo la disposición de dar el paso definitivo de dejarlo todo. No estuvo dispuesto a esforzarse hasta el máximo. Una sola cosa te falta;  vete, vende cuanto tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo, luego ven y sígueme (Mc. 10, 21). El joven se afligió por las palabras del Señor, tenía muchas riquezas y no estaba dispuesto a esforzarse en desprenderse de ellas. No estamos dispuestos desprendernos de muchas cosas. Muchos quieren seguir al Señor sin renunciar a nada. No hay seguimiento sin renuncia.

La gran trampa del demonio: ¿para qué esforzarse? Ya bastante tiene la vida de dificultades y problemas para ahora te sacrifiques. El Señor es misericordioso y entiende tu deseo de ser bueno y de salvarte, no necesitas demostrar nada al Señor, te quiere como eres, con tus debilidades. El demonio de ríe del esfuerzo y del mérito. Pero en la vida de la gracia sólo se avanza con esfuerzo y sacrificio. Es el esfuerzo y sacrificio que  cuesta  la renuncia al propio yo de cada uno.

El Señor nos exige a todos, a cada uno según su condición, pero nos exige y  mucho. El Cielo no es para los flojos. ¿A caso no nos confirma lo dicho la vida de San Pablo, por ejemplo? ¿La vida de los mártires, de los confesores de la fe? ¿Ha dejado de haber mártires en cualquier época de  la historia de la Iglesia?

Dice San Ignacio en la Primera semana de sus Ejercicios: El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto salvar su alma; y las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para el que es criado. De donde se sigue, que el hombre tanto ha de usar de ellas, cuanto le ayuden para su fin, y tanto debe quitarse de ellas, cuanto para ello le impiden […] (Principio y Fundamento).

Servir a Dios y salvar el alma, ese es el orden.  ¿Cómo podemos hacerlo sin no hay decisión, esfuerzo y sacrificio por nuestra parte? ¿Cómo desprendernos, sin sacrificio, de todo lo creado que no separa de este fin?

El que vive en situación de  pecado, ¿cómo puede servir a Dios y salvar su alma sin esfuerzo y renuncia al pecado? ¿Sirve a Dios, como primer principio de su vida? Porque quien no sirve a Dios no puede salvar su alma.

Queridos hermanos, ¿vivimos para servir a Dios? ¿Vivimos para esto? Porque ninguno de nosotros para sí mismo vive y ninguno para sí mismo muere; pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, morimos para el Señor. En fin, sea que vivamos, sea que muramos, del Señor somos. (Rom. 14, 7-8). Es preciso servir al Señor viviendo y muriendo, esto es lo único necesario para salvar el alma.

El Cielo exige la renuncia de nuestro yo; el sacrificio y esfuerzo diario para desprendernos de  todo lo que no separa de Dios; el sacrificio y esfuerzo constante por desarraigar de nosotros  esas pasiones humanas que nos impiden servir a Dios como merece. El Cielo exige el martirio.

Ave María Purísima.

Padre Juan Manuel Rodríguez de la Rosa.

Tomado de:

adelantelafe.com

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