150. Gozo eterno

 

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Cuéntase de un monje llamado Félix que pensaba muchas veces qué harían los santos en el cielo y cómo era posible estar allí eternamente sin sentirse cansado de ello.

Una mañana de verano estaba dando un paseo por el campo, cerca del monasterio, cuando oyó una música maravillosa procedente del ramaje de un árbol, encima de su cabeza. Levantó la mirada y vio un ligero y graciocísimo pajarillo, autor de tan deliciosas melodias. La vista y la música de aquella criatura lo llenaron de tanta delicia, que quedó arrobado. Así cautivo, se fue siguiendo al pajarillo que volaha de un árbol a otro, de la colina al valle, cantando sin cesar nuevos trinos, hasta que por fin levantó el vuelo y se perdió de vista.

A distancia oyó el monje la campana del monasterio que llamaba la comunidad a vísperas. Maravillado de que fuese ya tan tarde, volvió Félix a su hogar.
Muy sorprendido, se dio cuenta de que el hermano que le abrió la puerta era nuevo y totalmente desconocido para él. Más asombrado quedó al ver que todas las caras que iba encontrando le eran igualmente desconocidas, aunque todos vestían como él el hábito familiar de la orden. Por fin, perplejo, habló así a uno de los monjes:

-¿De dónde habéis venido todos vosotros?  ¿Y dónde están nuestros padres?  ¡No veo a ninguno de ellos!
El interrogado lo miró, perplejo a su vez, y por toda respuesta lo acompaño a ver el padre prior.

-Dígame usted su nombre -inquirió el prior- y de dónde viene. -Ha sido usted miembro de esta comunidad? Hace ya cuarenta años que estoy aquí de prior y no puedo recordar su cara.

El monje dijo su nombre y contó que había estado escuchando en el campo a un pajarillo maravilloso y seguídole lejos durante horas. El padre más viejo de la comunidad, que estaba presente oyéndolo, se inclinó hacia él y observó:
-¿Ha dicho ustd «durante horas?» ¿Cuál es su nombre en nuestra santa religión?
-Mi nombre es Félix- respondió.
-Espere usted un momento- prosiguió el anciano padre. 
Cogió de un estante un libro antiguo, con cubiertas de cuero, registro de todos los religiosos profesos, muertos en la casa.
-Sí -dijo-; ¡seguro! Con tinta descolorida ya, se lee aquí que hace noventa años un monje llamado Félix abandonó el monasterio sin avisar a nadie, y jamás se ha sabido nada de él.
Al oír estas palabras, Félix cayó de rodillas y dijo en voz alta esta oración :
-Dios mío, te doy gracias, por haberme hecho entender ahora como es posible que pasen mil años como un momento en el gozo de tu divina presencia.
Y dicha esta declaración, cayó y entregó su alma al Señor.

Sólo leyenda, es verdad; pero sirve admirablemente para hacernos entender que el éxtasis -aún en el orden de la naturaleza, como en la admiración de las cosas creadas-, el éxtasis, principalmente en la contemplación de Dios, hace que el tiempo no cuente, mientras dura el arrobamiento. Y en el cielo, el éxtasis de infinito y purísimo deleite será sin interrupción posible, por toda la eternidad.

El cielo exige el martirio

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Yo digo a los soberbios: “No os ensoberbezcáis, y a los impíos: No irgáis vuestra cabeza.  No levantéis  en alto vuestras frentes, no habléis con erguida cerviz.  Ciertamente, ni del oriente, ni del desierto vendrá la salvación”. Sal. 74. 5-7.

Queridos hermanos, se cuenta en la vida de San Bruno, el gran santo fundador de la Orden de la Cartuja, un episodio que condujo a la definitiva decisión del santo a vivir la vida de retiro. Este hecho, descrito por los primeros biógrafos, es puesto en cuestión por historiadores posteriores  de la vida del santo. Pero quiero traer ha  mención  ese relato por la gran enseñanza moral. Lo sucedido, muy resumido, tuvo lugar durante el funeral de un conocido y muy apreciado doctor de la Universidad de París, sacerdote, al parecer de todos,  de suma bondad y reputado por muy virtuoso. Para asombro de todos los presentes, en un momento en que el oficiante dijo las palabras: Responde mihi  – Respóndeme –  el cadáver alzó la cabeza y exclamó: No tengo necesidad de oraciones; por justo juicio de Dios soy condenado al fuego sempiterno.

El santo fundador de la Cartuja, dijo, como cualquiera de nosotros podría decir: ¿En qué pensamos? Se condenó un hombre, que a juicio de todos hizo siempre una vida tan cristiana; ¿quién podrá fiarse ya con seguridad el testimonio que le dé su equivocada conciencia? ¡Oh qué terribles son los altos juicios de Dios! El difunto ya no habló para sí; a nosotros se dirigió el grito de aquel espantoso milagro. La resolución del drástico cambio de vida fue inevitable y firme.

Estremecedor relato que nos recuerda que el juicio es de Dios y sólo de Él. Ciertamente, ni del oriente, ni del desierto vendrá la salvación. Surge una pregunta: ¿Nos esforzamos por seguir al Señor?  Sabemos de nuestros esfuerzos por estudiar una carrera, por encontrar trabajo, por ganar más dinero, por comprarnos esto o aquello, por realizar un viaje, por tener más comodidades. ¿Nos preocupa la salvación de nuestra alma? ¿Nos esforzamos sinceramente en ello?

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¿Queréis que toda vuestra familia se reencuentre en el cielo? Leed estas líneas

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7 noviembre, 2015

¿Queréis lograr esa sublime aspiración? ¿Queréis que no falte un solo miembro de vuestra familia en el cielo? Os voy a dar la fórmula para alcanzarla: rezad el rosario en familia todos los días de vuestra vida. La familia que reza el rosario todos los días tiene garantizada moralmente su salvación eterna, porque es moralmente imposible que la Santísima Virgen, la Reina de los cielos y tierra, que es también nuestra Reina y Madre dulcísima, deje de escuchar benignamente a una familia que la invoca todos los días, diciéndole cincuenta veces con fervor y confianza: “Ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”.

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Es moralmente imposible, señores, lo afirmo terminantemente en nombre de la teología católica. La Virgen no puede desamparar a esa familia. Ella se encargará de hacerles vivir cristianamente y de obtenerles la gracia de arrepentimiento si alguna vez tiene la desgracia de pecar. Es cierto que el que muere en pecado mortal se condena, aunque haya rezado muchas veces el rosario durante su vida. Eso, desde luego. El que muere en pecado mortal se condena, aunque haya rezado muchas veces el rosario. ¡Ah!, pero lo que es moralmente imposible es que el que reza muchas veces el rosario acabe muriendo en pecado mortal. La Virgen no lo permitirá. Si rezáis diariamente, y con fervor, el rosario, si invocáis con filial confianza a la Virgen María, Ella se encargará de que no muráis en pecado mortal. Dejaréis el pecado; os arrepentiréis,viviréis cristianamente y moriréis en gracia de Dios. El rosario bien rezado diariamente es una patente de eternidad, ¡un seguro del cielo! No os lo dice un dominico entusiasmado porque fue Santo Domingo de Guzmán el fundador del rosario. No es esto. Os lo digo en nombre de la teología católica, señores.¡Rezad el rosario en familia todos los días de vuestra vida y os aseguro terminantemente, en nombre de la Virgen María, que lograréis reconstruir toda vuestra familia en el cielo! ¡Qué alegría tan grande al juntarnos otra vez para nunca más volvernos a separar!

Antonio Royo Marín. O.P.

“EL MISTERIO DEL MAS ALLA”,

Fuente

Tomado de:

http://www.adelantelafe.com

Juan Pablo II y el Cielo

Juan Pablo II

Juan Pablo II

Juan Pablo II, corrigió el concepto tradicional de infierno en el verano de 1999, cuando hubo cuatro audiencias para hablar sobre el cielo, el purgatorio, el infierno y el diablo.

“El cielo”, dijo entonces Juan Pablo II, no es “un lugar físico entre las nubes, el infierno tampoco es un lugar, sino la situación de quien se aparta de Dios”.

El purgatorio es un estado provisional de “purificación” que nada tiene que ver con ubicaciones terrenales. Y Satanás “está vencido: Jesús nos ha liberado de su temor”, según dijo en esa ocasión.

JUAN PABLO II

AUDIENCIA

Miércoles 21 de julio de 1999

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El «cielo» como plenitud de intimidad con Dios

1. Cuando haya pasado la figura de este mundo, los que hayan acogido a Dios en su vida y se hayan abierto sinceramente a su amor, por lo menos en el momento de la muerte, podrán gozar de la plenitud de comunión con Dios, que constituye la meta de la existencia humana.

Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, «esta vida perfecta con la santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama ilel cielols. El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha» (n. 1024).

Hoy queremos tratar de comprender el sentido bíblico del «cielo», para poder entender mejor la realidad a la que remite esa expresión.

2. En el lenguaje bíblico el «cielo», cuando va unido a la «tierra», indica una parte del universo. A propósito de la creación, la Escritura dice: «En un principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1, 1).

En sentido metafórico, el cielo se entiende como morada de Dios, que en eso se distingue de los hombres (cf. Sal 104, 2s; 115, 16; Is 66, 1). Dios, desde lo alto del cielo, ve y juzga (cf. Sal 113, 4-9) y baja cuando se le invoca (cf. Sal 18, 7.10; 144, 5). Sin embargo, la metáfora bíblica da a entender que Dios ni se identifica con el cielo ni puede ser encerrado en el cielo (cf. 1 R 8, 27); y eso es verdad, a pesar de que en algunos pasajes del primer libro de los Macabeos «el cielo» es simplemente un nombre de Dios (cf. 1 M 3, 18.19.50.60; 4, 24.55).

A la representación del cielo como morada trascendente del Dios vivo, se añade la de lugar al que también los creyentes pueden, por gracia, subir, como muestran en el Antiguo Testamento las historias de Enoc (cf. Gn 5, 24) y Elías (cf. 2 R 2, 11). Así, el cielo resulta figura de la vida en Dios. En este sentido, Jesús habla de «recompensa en los cielos» (Mt 5, 12) y exhorta a «amontonar tesoros en el cielo» (Mt 6, 20; cf. 19, 21).

3. El Nuevo Testamento profundiza la idea del cielo también en relación con el misterio de Cristo. Para indicar que el sacrificio del Redentor asume valor perfecto y definitivo, la carta a los Hebreos afirma que Jesús «penetró los cielos» (Hb 4, 14) y «no penetró en un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo» (Hb 9, 24). Luego, los creyentes, en cuanto amados de modo especial por el Padre, son resucitados con Cristo y hechos ciudadanos del cielo.

Vale la pena escuchar lo que a este respecto nos dice el apóstol Pablo en un texto de gran intensidad: «Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros pecados, nos vivificó juntamente con Cristo -por gracia habéis sido salvadosy con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Ef 2, 4-7). Las criaturas experimentan la paternidad de Dios, rico en misericordia, a través del amor del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, el cual, como Señor, está sentado en los cielos a la derecha del Padre.

4. Así pues, la participación en la completa intimidad con el Padre, después del recorrido de nuestra vida terrena, pasa por la inserción en el misterio pascual de Cristo. San Pablo subraya con una imagen espacial muy intensa este caminar nuestro hacia Cristo en los cielos al final de los tiempos: «Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos (los muertos resucitados), al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras» (1 Ts 4, 17-18).

En el marco de la Revelación sabemos que el «cielo» o la «bienaventuranza» en la que nos encontraremos no es una abstracción, ni tampoco un lugar físico entre las nubes, sino una relación viva y personal con la santísima Trinidad. Es el encuentro con el Padre, que se realiza en Cristo resucitado gracias a la comunión del Espíritu Santo.

Es preciso mantener siempre cierta sobriedad al describir estas realidades últimas, ya que su representación resulta siempre inadecuada. Hoy el lenguaje personalista logra reflejar de una forma menos impropia la situación de felicidad y paz en que nos situará la comunión definitiva con Dios.

El Catecismo de la Iglesia católica sintetiza la enseñanza eclesial sobre esta verdad afirmando que, «por su muerte y su resurrección, Jesucristo nos ha ioabiertoló el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, que asocia a su glorificación celestial a quienes han creído en él y han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a él» (n. 1026).

5. Con todo, esta situación final se puede anticipar de alguna manera hoy, tanto en la vida sacramental, cuyo centro es la Eucaristía, como en el don de sí mismo mediante la caridad fraterna. Si sabemos gozar ordenadamente de los bienes que el Señor nos regala cada día, experimentaremos ya la alegría y la paz de que un día gozaremos plenamente. Sabemos que en esta fase terrena todo tiene límite; sin embargo, el pensamiento de las realidades últimas nos ayuda a vivir bien las realidades penúltimas. Somos conscientes de que mientras caminamos en este mundo estamos llamados a buscar «las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 3, 1), para estar con él en el cumplimiento escatológico, cuando en el Espíritu él reconcilie totalmente con el Padre «lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1, 20).

Fuente de la Audiencia:

https://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/es/audiences/1999/documents/hf_jp-ii_aud_21071999.html

Benedicto XVI y el Cielo

Su Santidad Benedicto XVI

Su Santidad Benedicto XVI

Niega el Papa que el “Cielo” sea un lugar concreto en el más allá

Explicó que el término “cielo” no es algún lugar del universo, sino se refiere a algo más difícil de definir en conceptos humanos.

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En la parroquia pontificia de “San Tommaso da Villanova” ubicada en Castel Gandolfo. Foto: AP

Ciudad del Vaticano.- El Papa Benedicto XVI negó hoy que, para los cristianos, el “cielo” sea entendido como un lugar concreto en el más allá y aclaró que, en realidad, ese concepto pretende resumir la fe en la salvación del alma después de la muerte.

Así lo afirmó durante la homilía de una misa que presidió, con motivo de la festividad de la Virgen María Asunta, en la parroquia pontificia de “San Tommaso da Villanova” ubicada en Castel Gandolfo, a unos metros de la residencia estiva del Vaticano.

“Todos nosotros somos bien conscientes que con el término ‘cielo’ no nos referimos a algún lugar del universo, a una estrella o algo similar: no. Nos referimos a algo mucho más grande y difícil de definir con nuestros conceptos humanos”, precisó.

“Con este término cielo –agregó- queremos afirmar que Dios se hizo cercano a nosotros, no nos abandona ni siquiera en y más allá de la muerte sino que tiene un lugar para nosotros y nos dona la eternidad”.

Según el Papa para comprender esa realidad se puede pensar en alguna persona muerta la cual, después de fallecida, continúa a subsistir de alguna manera en la memoria y en el corazón de aquellos que la conocieron y amaron.

Es posible decir, consideró, que en ellos continúan viviendo una parte de esta persona, pero es como una sombra porque también esta supervivencia en el corazón de los propios seres queridos está destinada a terminar.

“Al contrario Dios no pasa jamás y nosotros existimos por la fuerza de su amor. Existimos porque él nos ama, porque él nos ha pensado y nos ha llamado a la vida, explicó.

Apuntó que, por ello, la serenidad, la esperanza y la paz de los cristianos se funda justamente en la seguridad que en Dios, en su pensamiento y en su amor, no sobrevive sólo una sombra de los seres humanos sino todo su ser en la eternidad.

“Su amor vence la muerte y nos dona la eternidad, este amor lo llamamos cielo: Dios es tan grande como para tener espacio también para nosotros”, estableció.

“El cristianismo –añadió- no anuncia sólo una salvación cualquiera del alma en un impreciso más allá, en el cual todo aquello que en este mundo nos ha sido precioso y querido será cancelado, sino que promete la vida eterna”.

Al finalizar la misa el obispo de Roma regresó al Palacio Apostólico de Castel Gandolfo donde, al mediodía de este domingo, presidió la bendición con el Angelus antes varios miles de personas ante las cuales recordó la fiesta de la asunción de la Virgen a los cielos.

Tomado de:
Notimex

Juan Pablo II negó la materialidad del Infierno diciendo que no era un lugar sino un “estado”… Ahora le toca el turno al Cielo…

¿Cuál será el espacio que ocupan los Cuerpos Gloriosos de Nuestro Señor y Nuestra Señora? ¿Si hay “cuerpo”, hay materia? ¿Porqué carajo esa maldita manía de querer dar vuelta todo patas para arriba?