No es baladí refrescar la memoria del alma cristiana dormida. No está demás volver a recordar que los pecados de impureza son los que más almas arrastran al infierno, según dijo la Virgen en Fátima. En esta sociedad hedonista son legión los esclavos de este vicio nefando, que viven y mueren en pecado mortal. La servidumbre de la carne les priva de Dios eternamente, la mayor de las desgracias. Ya en esta vida nos anticipa una profunda amargura. El paraíso deviene en infierno. El vicioso es radicalmente infeliz tras el placer efímero y se juega una eterna condena de amargo sabor. La sonrisa de sus labios no es miel, en sus entrañas anida ajenjo, de reflujo nauseabundo.
El Doctor Eudaldo Forment es catedrático de Metafísica en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Barcelona y académico ordinario de la Pontificia Accademia Romana di S. Tommaso d’Aquino. En esta ocasión, siguiendo las perennes enseñanzas de la Tradición de la Iglesia, analiza la maldad intrínseca de éste pecado, las secuelas que deja en el alma en esta tierra y la gravedad eterna de sus consecuencias.
¿Qué dice el sexto mandamiento y qué pecados atentan contra el mismo?
El sexto mandamiento de la Ley de Dios, tal como enseñan los catecismos, expresa la siguiente prohibición: «No cometerás actos impuros». Como se explica en el Catecismo Mayor de San Pío X: «nos prohíbe toda acción, toda mirada, toda conversación contraria a la castidad, y la infidelidad en el matrimonio» (n. 425).
El mandamiento, como todos, es muy claro y siempre se ha entendido así. En el Catecismo del Concilio de Trento, se indica que el mandamiento, que con los nueve restantes se dio a Moisés, tiene dos partes principales: «una, en la que se prohíbe con palabras terminantes el adulterio; y la otra que encierra el mandato de guardar castidad de alma y cuerpo» (III, 7, 2).
Sobre los actos pecaminosos que quedan vedados, sólo le diré que el mandamiento prohíbe todos los actos deshonestos e impuros. La razón de mi parquedad es porque estoy convencido de que es verdad lo que indicaba el Catecismo de Trento al comentarlo: «es de temer que al querer explicar con demasiada extensión y abundancia de detalles los modos con que los hombres se apartan de las disposiciones de este Precepto llegue acaso a tratar de cosas de donde suele provenir materia para excitar la concupiscencia más bien que medios para calmarla» (III, 7, 1)
¿Cuál es la gravedad de este pecado? ¿Cuáles sus consecuencias, en esta y en la otra vida?
A su pregunta, creo que podría responder, con lo que se dice de una manera sintética, en el Catecismo Mayor, sintetizando toda la enseñanza cristiana, especialmente la de San Agustín y Santo Tomás: «Es pecado gravísimo y abominable delante de Dios y de los hombres; rebaja al hombre a la condición de los brutos, le arrastra a otros muchos pecados y vicios y acarrea los más terribles castigos en esta vida y en la otra» (n. 427).
Como a veces oímos o leemos que es una interpretación, o una opinión, ya «superada», porque los tiempos son ya otros, quiero recordar lo que dice el apóstol San Pablo: «Esta es la voluntad de Dios (—) que os abstengáis de la fornicación» (1 Tes 4, 3); «Huid de la fornicación»(1 Co 6, 18); «No os mezcléis con fornicarios» (1 Co 5, 9); «Más la fornicación y toda impureza (…) ni se nombren entre vosotros» (Ef 5, 3); y «No os forjéis ilusiones. Ni fornicarios (…) ni adúlteros, ni afeminados, ni sodomitas (…) heredarán el reino de Dios» (1 Co 6, 9-10)
Es más, el mismo Cristo dijo: «del corazón salen pensamientos malos (…) adulterios, fornicaciones (…). Estas cosas son las que manchan» (Mt 15, 19-20).
¿El hombre carnal tiene atrofiados los sentidos para lo espiritual? ¿Por qué y cómo?
Santo Tomás de Aquino, al tratar el pecado de la lujuria, en su Suma Teológica,afirma que la mancha de la impureza impide al entendimiento penetrar en el sentido profundo de la realidad, desde el de las cosas materiales hasta el de la historia. La razón es porque el entendimiento humano exige la abstracción de lo sensible. Los pecados de impureza hacen que sean más vivas las imágenes sensibles y que se fijen profundamente en nuestro espíritu. Por ello, dificultan y hasta hacen imposible la abstracción intelectual (Cf. S.Th., II-II, q. 15, a. 3) Sin ella, no se puede ascender de lo material a lo espiritual. No permiten de este modo elevarse de las criaturas al Creador.
En cambio, la virtud de la castidad, que pertenece a la templanza, que regula o modera según la razón la inclinación a lo sensible, indica el Aquinate, en el mismo lugar, que «dispone altamente para la perfección del entendimiento».
¿Qué daños psicológicos acarrea la impureza?
En muchos lugares la Sagrada Escritura, se descubren los serios y graves perjuicios a que conduce la lujuria. Basta recordar el ejemplo de David, que después de cometer adulterio, cambio, se volvió cruel, hasta llegar al asesinato de su fiel oficial Urías. También, a Salomón, que, por la lujuria acabo adorando ídolos. Se podría igualmente citar la destrucción de Sodoma y ciudades vecinas.
El profeta Óseas declara explícitamente: «La fornicación, el vino y la embriaguez quitan la razón» (Os 4, 11). Además, se pierde la propia dignidad, la serenidad del alma, el sentido de la justicia y del amor y el santo temor de Dios.
¿Por qué no puede dar nunca la felicidad el placer prohibido?
San Gregorio Magno, el monje y papa del siglo V, enseñaba que del pecado de la lujuria se derivan otros ocho, como si fueran sus hijas: «la ceguera de la mente, la inconsideración, la inconstancia, la precipitación, el egoísmo, el odio a Dios, el amor a la vida presente y la desesperación de la vida futura» (Libros de Moral, c. 45). Es evidente que todos estos vicios no dan la felicidad, a la que tiende el hombre por naturaleza, aunque mientan con su aparente bien.
Es innegable, como notaba Santo Tomás, al comentar el Credo que: «En esta vida nadie puede ver colmados sus deseos, ni existe cosa creada capaz de dar satisfacción completa a los anhelos del hombre, pues sólo Dios los sacia, y aun los excede infinitamente, por eso, el hombre no descansa sino en Dios: “Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está intranquilo hasta que descanse en ti” (S. Agustín, Confesiones, 1, 1)» (Exp. Simb. de los Ap., 12).
¿Cómo la castidad (según estado) y la continencia ayuda al equilibrio de la persona?
La pureza lleva al equilibrio propio de la santidad, de la perfección. San Pablo, después de señalar que Dios en nuestro Padre y que está presente en cada hijo, porque: «somos templos del Dios vivo» (2 Co 6, 16), explica que como consecuencia, hay que: «purificarse de toda suciedad de la carne y del espíritu, perfeccionando nuestra santificación con el temor de Dios» (2 Co 7, 1). Contraposición, por tanto, entre la suciedad y la santidad, lo que revela que el elemento básico de la santidad es la pureza.
Declara también en otro lugar: «Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación, que os abstengáis de la fornicación; que sepa cada uno de vosotros usar del propio cuerpo santa y honestamente» (Tes 4, 3-4).
¿El pansexualismo generalizado actual en la sociedad es síntoma de su grave decadencia?
Lo que puedo decirle con todo convencimiento es que el escepticismo y el pesimismo del mundo actual se deben a que está esclavizado por la mentira de la lujuria. Esto confirma claramente hoy en día que el hombre ha nacido para la verdad y el bien, porque es lo único que libera al hombre de la infelicidad.
En este sentido, advertía el tomista José Torras y Bages, que murió hace cien años, una paradoja de nuestra cultura occidental, que queriendo el hombre elevarse por encima de sí mismo, sin embargo, caiga en lo más miserable. Sin embargo, decía que: «La historia de todos los grandes pueblos antiguos es siempre esta: cuando han querido ponerse en lugar de Dios, cuando han querido divinizarse, se han hundido en el abismo de todas las ignominias. El hombre, cuando no quiere conocer a Dios, tampoco se conoce a sí mismo y se toma por bestia» (Obr. Comp. I, 312-313).
¿Cuál es la importancia de educar en castidad y reformar las costumbres en la sociedad?
Su importancia en la educación queda puesta de relieve en el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica al afirmar, por un lado, que: «La virtualidad de la castidad (…) entraña la integralidad de la persona y la integralidad del don (n. 2337). «La castidad implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana» (n. 2339).
Con respecto a la enseñanza pública del cuidado de la pureza debe mostrarse claramente como se dice en el Catecismo que: «La alternativa es clara; o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado» (n. 2339)
¿Quiere añadir algo más?
Simplemente me gustaría recordar que la pureza es un don de Dios, y, por ello, se consigue y se mantiene con el uso frecuente de la confesión, la comunión, la oración, -principalmente a la Virgen, Madre purísima y Madre castísima-, la práctica de las obras de misericordia y también las mortificaciones, en conformidad con lo que escribía San Pablo: «Todo aquel que ha de competir, se abstiene de mucho; y ellos, por recibir una corona corruptible, en cambio nosotros, incorruptible» (1 Co 9, 24).
Javier Navascués
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