Queridos hermanos, la virtud de la pureza brilla por sí misma, es la que hace a las almas semejantes a los ángeles, y la que mejor refleja la imagen perfecta de Jesucristo. ¡Bendita sea tu pureza y eternamente lo sea! Cantamos emoción y sentimiento a nuestra Madre. Su Virginidad es verdaderamente de una perfección tal que resulta un adorable misterio. Un misterio al que hay que introducirse con sumo amor y delicadeza, porque es el tesoro que con más aprecio guarda la Madre de Dios. Su Virginidad preparó el sagrado tabernáculo de sus entrañas para alojar al mismo Dios, su Señor y su Hijo. ¡Qué unión y relación entre Madre e Hijo durante esos nueve meses!, como nunca se ha visto ni se verá nada igual, ni se podrá imaginar, ni escribir, ni hablar, ni pensar.
Era necesario que la Madre de Dios estuviera adornada de una pureza única y singular. Ella quedó preservada del pecado original y, por tanto, de sus consecuencias. María “jamás estuvo infectada de la venenosa baba de la serpiente”. Siempre pura, nunca incurrió en el más leve pecado. Conservó siempre inmaculados sus afectos, y fue inmune a todo pecado original, mortal y venial, por lo que mereció que el divino Esposo la llamase hermosa y sin mancha: Eres del todo hermosa, amada mía, no hay mancha en ti (Cant. 4, 7).
María poseyó esta única Virginidad, inmune a todo pecado, destinada a compartir con el Padre Eterno el honor de la paternidad, ser la Madre de su Unigénito y la Esposa predilecta del Espíritu Santo. Siempre estuvo adornada de una purísima inocencia, que hacen de María la criatura más bella y hermosa salida de las manos del Creador.
La Virginidad de María tiene en sí la fragancia de la azucena, la inocencia de la tórtola, la hermosura del crepúsculo; es la humildad y la grandeza, unidas; la pequeñez y el poder juntos; la esclavitud y el señorío a la vez. Delicadeza, dulzura, sencillez, hermosura, ternura, a la vez que firmeza, fidelidad, exigencia; todo forma parte del adorno de su Virginidad privilegiada, que tano la perfecciona, hermosea y llena de sabiduría. Su Virginidad es fuente de sabiduría como esposa del Espíritu Santo que es; pues todo un Dios se crea que graciosa belleza.
Desde el inicio del Cristianismo, desde los primeros días del Evangelio, desde los primeros siglos de la Iglesia, se contaban a millares los hombres y mujeres que, renunciando al placer de los sentidos, llevaron una vida pura y casta, viviendo en virginidad y celibato. Tenemos el ejemplo de innumerables santos y santas; unos se retiraron a la soledad del desierto o de cuevas; otros en la soledad de sus casas, o recogidas en conventos. Y cuántos de éstos tuvieron que sufrir horrendos suplicios por no perder su pureza. Todos ellos lucharon contra el estímulo de la concupiscencia, corrieron el peligro de perder tan preciado tesoro, tuvieron que mortificarse para controlar las pasiones carnales. La vida para ellos fue una continua lucha: ¿No es milicia la vida del hombre sobre la tierra? (Job., 7,1); tuvieron que combatir contra el enemigo atrincherado en sus propios miembros: ¿Y de dónde entre vosotros tantas guerras y contiendas? ¿No es de las pasiones, que luchan en vuestros miembros? (Sant. 4, 1); y forjaron su propia santificación con temor y espanto: Con temor y temblor trabajad por vuestra santificación (Flp. 2, 12). María desconoció en qué cosiste el estímulo de la carne, nunca corrió el peligro de perder la gracia, ni conoció la necesidad de reprimir sus sentidos. Su Virginidad sobresale sobre todas, por eso es bendita entre todas la mujeres.
Nuestro cuerpo es “templo del Espíritu Santo”, y quien lo profana con impureza, pierde la amistad con Dios. Todo esfuerzo y sacrificio es poco para mantener el cuerpo libre de impureza y lujuria, para que Dios indignado no abandone la morada profanada. ¡María! He aquí el espejo donde mirarnos, el modelo a seguir y el refugio donde cobijarnos en la tentación de la carne. ¡Cuánto es el horror que el maligno siente por la divina Señora que aplasta su maldita cabeza! Con nuestra Madre, la siempre Virgen, siempre encontraremos el refugio, la fuerza, el consuelo y la serenidad del alma. La Virginidad de María es fuente de paz para el alma que se acerca a ella, que medita sobre ella.
Cuando llegue el día en que el alma se asombre verdaderamente del misterio de la Virginidad de María, su mayor y valiosos tesoro, entonces sentirá la fuerza que de tal misterio se desprende envolviendo al alma; y entonces, el alma, asombrada de la obra de Dios en su divina Criatura, sentirá el firme asidero para mantener su propia pureza y combatir con éxito todos los envites del demonio enfurecido, que ya no puede con quien antes cedía a la persuasión de la tentación de la carne.
Ave María Purísima.
Padre Juan Manuel Rodríguez de la Rosa
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