Los filósofos clásicos tenían gran aprecio por la virtud, tanto es así que la estudiaron a fondo y llegaron a confeccionar una lista de más de 300 virtudes. Pero lo más curioso de todo es que entre ellas no estaba la humildad. Una virtud escondida a los ojos de los sabios que el cristianismo vendría a descubrir y ensalzar. Así lo leemos y meditamos en el Magnificat, perfecta radiografía del alma de María Santísima. «Él hizo proezas con su brazo: dispersó a los soberbios de corazón, derribó del trono a los poderosos, y enalteció a los humildes, a los hambrientos los colmó de bienes y a los ricos los despidió vacíos.»
Por su humildad María conquistó el corazón de Dios. La humildad es una virtud clave en la vida cristiana, pues se opone frontalmente a la soberbia, pecado luciferino por antonomasia. Es la base para alcanzar todas las virtudes, tanto las teologales (fe, esperanza y caridad) como las cardinales (justicia, templanza, prudencia y fortaleza). El propio Cristo no dijo que aprendamos de Él a predicar, a hacer milagros etc sino a ser mansos y humildes de corazón.
La palabra humildad proviene del término latino humilitas, de la raíz humus, que significa tierra (que es lo más bajo aparentemente), pero paradójicamente también humus significa fértil. Nada más fértil que un alma humilde, pues deja que Dios obre maravillas en ella. Su etimología griega dimana del término tapeinosis, que significa tapete, alfombra, algo que pisa todo el mundo. ¿Estamos dispuestos a dejarnos pisar (sufrir oprobios y desprecios) por amor a Cristo?
Humildad, divino tesoro. Decía un docto autor espiritual, del que no recuerdo el nombre, que el simple hecho de querer ser humilde es muy buena señal, aunque nos cueste mucho serlo, porque el soberbio ni siquiera se lo plantea. Para amar más esta virtud y tratar de alcanzarla meditaremos en este artículo sobre la excelencia y la belleza de la humildad, en radical contraposición con la fealdad y vacuidad de la soberbia y la vanagloria.
La soberbia se define como el deseo desordenado de la propia excelencia. La virtud opuesta a éste vicio, la humildad, es por tanto es una virtud derivada de la templanza por la que el hombre tiene facilidad para moderar ese apetito desordenado de la propia excelencia, porque recibe luces para entender su pequeñez y su miseria, principalmente con relación a Dios. Santo Tomás afirma en la Summa: “La humildad significa cierto laudable rebajamiento de sí mismo, por convencimiento interior”.
No sólo la Teología ensalza la humildad. También es una virtud muy valorada en la formación humanística. Hay millones de ejemplos, pero citaré uno muy castizo. Miguel de Cervantes afirma en el famoso Coloquio de los perros que: “La humildad es la base y fundamento de todas las virtudes, y que sin ella no hay ninguna virtud que lo sea realmente”
Meditemos en lo que es la humildad y la importancia de esta virtud en aras a la santidad e incluso a la salvación. Sin humildad no haremos nunca la voluntad de Dios, sino la nuestra. La soberbia perdió a Lucifer, que se rebeló radicalmente contra Dios en un acto de desobediencia. La humildad ensalzó a María como Madre de Dios, de donde dimanan todos sus privilegios.
Sabemos muy bien en teoría lo que es la humildad. La soberbia, el amor propio desordenado, se disfraza fácilmente bajo capa de bien. Y esto se puede dar en cualquier faceta de nuestra vida, también en el apostolado y en las buenas obras. Podemos hacer mucho bien y estar muy entregados a Dios, tener mucha oración, pero en el fondo buscarnos sutilmente a nosotros mismos. Es muy fácil que en toda buena obra se cuele algo de vanidad. Es muy difícil que la pureza de intención en nuestras acciones sea total, cristalina. Se puede enturbiar fácilmente con el barro del que estamos hechos.
Con frecuencia nos agrada que nos halaguen, nos estimen, nos tengan como virtuosos, como sabios…Siempre tendremos que luchar contra esta tentación, pues el fomes peccati está ahí y el ego nos acompaña toda la vida. Nunca muere del todo, aunque esté aletargado.
Por eso la solución es en frase teresiana andar en verdad, saber reconocer nuestra miseria y pedir a Dios que nos desapegue de nosotros mismos, que purifique la intención en todo lo que hacemos, para que busquemos sólo la Gloria de Dios y la salvación de las almas, que Cristo sea el centro de nuestra vida. Mientras Cristo no crezca en nuestro corazón y nosotros mengüemos no creceremos en santidad. Pidamos esta gracia con insistencia. Es el tercer binario de San Ignacio, que Cristo tome de una vez por todas el timón de nuestra vida.
A este respecto hay una oración excelente, que nos puede ayudar a vencer la soberbia. Su Eminencia el Cardenal Merry del Val, Secretario de Estado con San Pío X, compuso las Letanías de la humildad y las rezaba diariamente, después de celebrar la Santa Misa.
¡Oh Jesús! Manso y Humilde de Corazón,
escúchame: del deseo de ser reconocido, líbrame Señor
del deseo de ser estimado, líbrame Señor
del deseo de ser amado, líbrame Señor
del deseo de ser ensalzado, ….
del deseo de ser alabado, …
del deseo de ser preferido, …..
del deseo de ser consultado,
del deseo de ser aprobado,
del deseo de quedar bien,
del deseo de recibir honores,
del temor de ser criticado, líbrame Señor
del temor de ser juzgado, líbrame Señor
del temor de ser atacado, líbrame Señor
del temor de ser humillado, …
del temor de ser despreciado, …
del temor de ser señalado,
del temor de perder la fama,
del temor de ser reprendido,
del temor de ser calumniado,
del temor de ser olvidado,
del temor de ser ridiculizado,
del temor de la injusticia,
del temor de ser sospechado.
Jesús, concédeme la gracia de desear:
-que los demás sean más amados que yo,
-que los demás sean más estimados que yo,
-que en la opinión del mundo,
otros sean engrandecidos y yo humillado,
-que los demás sean preferidos
y yo abandonado,
-que los demás sean alabados
y yo menospreciado,
-que los demás sean elegidos
en vez de mí en todo,
-que los demás sean más santos que yo,
siendo que yo me santifique debidamente.
Javier Navascués
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