El adulterio es un pecado de lujuria.
Queridos hermanos, Dios quiere nuestra santificación, y quiere que nos abstengamos de las inmundicias de la carne, así lo dice San Pablo en la primera Carta a los de Tesalónica, capítulo cuarto. El vicio se ha generalizado, hasta el extremo de la consternación, a quien medite con gravedad y fe sus consecuencias. La voz del apóstol se ha silenciado, cuando debería resonar estruendosamente, primero en la propia Iglesia y de aquí en el mundo: Que cada uno sepa tener a su mujer en santidad y honor, no con afecto libidinoso, como los gentiles que no conocen a Dios; que nadie se atreva a ofender en esta materia a su hermano, porque vengador de todo esto es el Señor…; que no nos llamó Dios a la impureza, sino a la santidad (2 Te. 4, 4-7).
El adulterio es un pecado mortal de lujuria, cometido entre dos personas casadas, pero pertenecientes a dos distintos matrimonios; o entre dos personas, una de las cuales está unida a otra por el sacramento del matrimonio. Este es de los pecados más graves, en primer lugar, porque profana la santidad del sacramento; santidad que San Pablo llama grande en Cristo y en la Iglesia (Ef. 5, 32); es santo, porque por su virtud pueden los esposos conservarse puros al lado de la impureza; es santo, porque tiene en la Iglesia por objeto el dar santos o hijos de Dios; y es santo, por su significación, pues representa la inmaculada unión de Cristo y de su esposa la Iglesia.
Este sacramento tan santo lo profanan terriblemente los casados que comenten pecado de impureza con personas unidas en distinto matrimonio; lo profana terriblemente las personas casadas, que pecan con otras que no lo están; y lo profanan terriblemente, por último, las personas libres que pecan con otras, que ya están unidas en matrimonio.
En segundo lugar, el adúltero profana la firme promesa de fidelidad que, en presencia de la Iglesia, se juraron los conyugues. Difícilmente se hallará una promesa más solemne, puesto que se hizo en presencia de Dios, testigo de la promesa; en presencia del Cielo mismo, donde quedó constancia de tal promesa; en presencia del sacerdote, que la solemnizó y legitimó en la tierra, y en presencia de los fieles, que oyeron la promesa. El adúltero destruye, en cierto modo, la obra de Dios, pues en cuanto está de su parte, separa lo que Dios ha unido, y divide la carne que es una sola carne. ¡Dios pedirá cuenta por romper lo que Él ha unido, faltando a la promesa de mutua fidelidad que en su divina presencia se hicieron!
Funestas consecuencias del adulterio.
El adulterio no es solamente un pecado mortal individual, lo es también social. La familia es el fundamente de la sociedad; por tanto, si no hay paz en las familias, tampoco habrá orden la sociedad; si desaparece la primera, desaparece el segundo. Sigamos las Sagradas Escrituras en este tema para ver la gravedad de este pecado. Dice el libro de la Sabiduría (3, 16): Pero los hijos de las adúlteras no lograrán la madurez, la descendencia del lecho criminal desaparecerá. Los hijos de la mujer adúltera no echarán raíces, lo dice el Eclesiástico (23, 32-36): Así también la mujer que engaña a su marido, y de un extraño le da un heredero. Porque en primer lugar desobedeció a la Ley del Altísimo, y además pecó contra su marido, y en tercer lugar cometió adulterio, dándole hijos de un varón extraño… Sus hijos no echarán raíces mi sus ramas darán frutos. Dejará una memoria de maldición, y su deshonra no se borrará. El adulterio arruina a todo tipo de familia en todos los aspectos. La ruina es el porvenir inmediato de una casa, en la cual halla cabida el adulterio.
Dijo Dios en sueños a Abimelec, rey de Guerar, que iba a morir por haber tomado a Sara que estaba casada. Abimelec mandó llamar a Abraham, y le recriminó por haberle dicho que Sara era su hermana. Abimelec tomó ovejas y bueyes, siervos y siervas, y se los dio Abraham y le devolvió a Sara, su mujer (Gn. 20). A David le anunció del profeta Natán, que no se apartaría jamás de su casa la espada, es decir, la desgracia y los males: Por eso no se apartará ya de tu casa la espada, por haberme menospreciado, tomando por mujer a la mujer de Urías, jeteo (2 Sam. 11, 10).
Dios se lamenta por boca de Jeremías de que no puede perdonar a quienes se han apartado de Él adulterando: Yo los harté, y ellos se dieron a adulterar, y se van en tropel a la casa de la prostituta. Sementales bien gordos y lascivos relinchan todos ante la mujer de su prójimo (Jer. 5, 8). De luto está la tierra, se lamenta Oseas, por los que derramaron sobre ella la maldición, la mentira, el homicidio, el hurto y el adulterio: Perjuran, mienten, matan, roban, adulteran, oprimen, y las sangres se suceden a las sangres (Os. 4, 2). Honroso y respetado debe ser para todos, el matrimonio, e inmaculado su lecho; porque a los adúlteros Dios ha de juzgarlos: El matrimonio sea tenido por todos en honor; el lecho conyugal sea sin mancha, porque Dios ha de juzgar a los fornicarios y a los adúlteros (Heb. 13, 4). En fin, la exhortación moral en Tesalonicenses 4, 1, recuerda el modo de proceder para agradar a Dios: Hermanos, os rogamos y amonestamos en el Señor Jesús que andéis según lo que de nosotros habéis recibido acercad el modo en que habéis de andar y agradar a Dios, como andáis ya, para adelantar cada vez más.
El adulterio es desobediencia a la Ley de Dios.
El adúltero perderá su alma por la pobreza de su corazón: Pero el que comete adulterio es falto de entendimiento; sólo el que quiere arruinarse a sí mismo hace tal cosa (Prov. 6, 32). El Eclesiástico nos dice que la mujer, antes de ser infiel a su esposo, fue rebelde a la Ley de Dios: Así también la mujer que engaña a su marido, y le da un heredero; porque que en primer lugar desobedeció la Ley del Altísimo (Ecle. 23, 32-33). La incredulidad y rebeldía a la Ley de Dios es causa del adulterio; la falta del temor de Dios lleva a la desobediencia de sus mandatos. El ojo del adúltero, dice Job, sondea la oscuridad, pensando que nadie lo ve: Espera en la oscuridad el ojo del adúltero, diciendo: Nadie me ve (Job. 24, 15). Y Prov. 7, 18-19: Ven, embriaguémonos de amores hasta la mañana, hartémonos de caricias, pues mi marido no está en casa, ha salido para un largo viaje. La legislación de Moisés reprimía el adulterio, y la ley cristiana renueva el Decálogo, renovando el precepto de prohibir el adulterio, prohibiendo hasta el desear la mujer del prójimo. Cualquiera, dice Jesucristo, que mire a una mujer deseándola ya adulteró en su corazón (Mt. 5, 28). Los Mandamientos de la Ley de Dios prohíben el adulterio, condenan el menor deseo deshonesto, y tienden a que impere le espíritu sobre la carne, santificando cuerpo y alma.
No peques más.
El Señor ante la mujer adúltera se abstuvo de condenarla; pero no negó que mereciese el castigo que exigían para ella los escribas y fariseos que la acusaban; muy al contrario, dio bastante a conocer, que la juzgaba digna de aquel castigo, cuando dijo a sus acusadores: Aquel de vosotros que esté sin pecado, que tire la primera piedra. Negándose todos a efectuarlo, Jesucristo, que había venido a salvar, y no a perder a los pecadores, le dijo: Si ellos no te condenan, tampoco yo te condeno. Anda, y no vuelvas a pecar.
Eso mismo sigue diciendo el Señor a los adúlteros: No volváis a pecar, no volváis a profanar la santidad del sacramento, violando la mutua fidelidad jurada en presencia de la Iglesia. Conservad la santidad y la honra de vuestro cuerpo.
Graven todos en su corazón estas palabras del Espíritu Santo (Ecle. 41, 27): No pongas los ojos en mujer que tiene marido, ni preguntes a su criada, ni permanezcas junto a su lecho.
Señor, que perdonasteis a la adúltera arrepentida, preserva a todos de este pecado; y a los que lo hayan cometido, concédeles la gracia del perfecto arrepentimiento para que logren la gloria.
Ave María Purísima.
Padre Juan Manuel Rodríguez de la Rosa
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