El Concilio Vaticano II removió los cimientos de la Iglesia, llamada hasta entonces Iglesia Católica, Apostólica y Romana y que, hasta ese momento, siempre había sido considerada como la fundada por Jesucristo y la Única Verdadera.
Pero, dado que el Concilio, a pesar de su expresa afirmación en contrario, promovió cambios fundamentales en la Doctrina Perenne en la que siempre se habían fundamentado todos los Dogmas, la Moral y la Liturgia católicas, y como una exigencia además de la forma en la que se llevaron a cabo tales modificaciones, era consecuencia lógica y obligada la modificación y reestructuración del lenguaje hasta entonces utilizado por la Doctrina de la Iglesia.
Las modificaciones en el lenguaje adquirieron formas variadas, más o menos importantes, y que comenzaron sobre todo a partir de los Documentos Conciliares para ser continuadas, y hasta incrementadas, por toda la Pastoral posterior.
Una de ellas, bastante frecuente en los Documentos elaborados por el Concilio, es la que contempla el uso de la ambivalencia, o empleo de palabras de doble sentido y sujetas a varias interpretaciones. Es un hecho más que comprobado y que hoy día nadie discute, así como tampoco los propósitos de sus autores. Que consistían principalmente en introducir bombas de tiempo, sabiamente utilizadas y dispuestas a ser manipuladas en su debido momento, con el fin de extraer de ellas el contenido modernista realmente pretendido en su significado.
También se empleó —y se sigue empleando, incluso ahora con mayor frecuencia— el instrumento de la confusión, que es uno de los que han conducido a la Iglesia al estado actual de Torre de Babel, en la que ya nadie entiende nada y en el que a los fieles les resulta imposible saber a qué atenerse.
Elemento común, extraordinariamente importante, entre los instrumentos de lenguaje de los que se ha valido la nueva Pastoral Modernista, hoy vigente en la casi totalidad de la Iglesia, es el uso de los vocablos y términos tradicionales, comunes y conocidos desde siempre por los fieles, pero atribuyéndoles ahora un nuevo sentido, por supuesto de tendencia modernista y acorde con lo que propugna la Nueva Iglesia Universal que ahora se busca. En favor de la cual —preciso es reconocerlo— la argucia ha proporcionado resultados excelentes, puesto que ha evitado poner sobre aviso y provocar cualquier posible extrañeza de los ingenuos, dispuestos siempre a tragar de todo (en realidad la inmensa mayoría de los católicos, cada vez menos provistos de formación y cada vez más adoctrinados por el Mundo).
Aunque finalmente no vamos a ocuparnos aquí con más detalle de un tema ya bastante conocido y estudiado, del que se han ocupado numerosos analistas y que tampoco constituye el objeto directo de estos editoriales.
Otra de las increíbles maravillas dadas a luz por la Nueva Iglesia, en íntima conexión con el tema que ampliamente vamos a tratar en este editorial y los siguientes, es el de la Nueva Evangelización. La cual es bien merecedora de ser calificada como Asombro de los siglos, Maravilla de las Edades, pináculo y cima de todo lo logrado hasta ahora por la inteligencia humana y capaz de reducir a la nada, en cuanto a magnificencia se refiere, a las Pirámides de Egipto, a los jardines colgantes de Babilonia, al Coloso de Rodas, al faro de Alejandría y hasta —ya en los tiempos más modernos— a las Memorias de Winston Churchill (que, a pesar de saberse que fueron escritas por otro, no por eso dejaron de merecer el Premio Nobel de Literatura otorgado al Jefe de Gobierno inglés). Y con todo, lo más increíble de esta Nueva Evangelización fue el descubrimiento de que, durante todo un período de veinte siglos, la Iglesia prácticamente no había evangelizado; o al menos lo había hecho tan francamente mal, que bien merecía la luz clarificadora que ahora le aportaba el nuevo sistema.
El espectáculo que hoy puede contemplarse en la Iglesia, y al que ha dado lugar todo este batiburrillo, es el de la profusión de las diversas y variadas clases de católicos. En otros tiempos todos los fieles creían en lo mismo y sentían de la misma forma —un solo corazón, una sola alma, etc.—, hasta que los nuevos tiempos han descubierto las ventajas de lo que los expertos denominan la igualdad en la diversidad y la gente sencilla —siempre tan ordinaria y proclive a la simplificación— ha dado en llamar como el lío padre. Ahora existen los católicos progresistas (el noventa y nueve con nueve décimas por ciento), tradicionales, tradicionalistas, conservadores, neocatólicos o neocones, neocatecumenales, lefebvrianos, sedevacantistas, pensadores por libre, etc…., en una variedad que deja pequeña a la de las especies de los pájaros.
Aquí nos vamos a ocupar de la más curiosa de todas ellas: la de los llamados neocatólicos, bien merecedores de la atención de los estudiosos, dado su extraordinario modo de pensar y a la asombrosa manera con que han sabido compaginar (al menos así lo defienden ellos) la Doctrina tradicional de la Iglesia con las doctrinas modernistas. Realmente no valía la pena dedicar la atención a otros grupos, cuya ideología bastante clara y normal, por lo demás es bien manifiesta: los católicos modernistas, que en realidad no creen en nada; los católicos progresistas que en realidad tampoco creen, pero que se han construido un catolicismo cómodo y confortable, compatible con la ciencia y la mentalidad modernas, etc., etc.
Pero la fidelidad a los principios y verdades de la Revelación cristiana, guardados e interpretados por el Magisterio perenne de la Iglesia, junto a la obediencia y el respeto debidos a sus legítimas Jerarquías (incluso en casos de corrupción, pero mientras sigan siendo legítimas Jerarquías), supone para los verdaderos católicos un estado de doloroso equilibro y un tremendo esfuerzo con el que resistir los embates de un ambiente hostil. Aunque nadie ha dicho nunca que la existencia cristiana sea cosa fácil.
Sin embargo, los neocatólicos han hallado el modo de conciliar lo que parecería inconciliable: compatibilizar la Doctrina de siempre de la Iglesia con todas las tendencias modernistas propugnadas por la Moderna Iglesia, junto a la obediencia incondicional a Jerarquías eclesiásticas de dudosa creencia (es un eufemismo), digan lo que digan y hagan lo que hagan. Un hallazgo en cierto modo superior al descubrimiento de la cuadratura del círculo, al ya más realista de la pólvora, y al más práctico todavía de la pizza italiana. Cuando Alicia regresó del famoso País de las Maravillas, descubrió asombrada que, en este nuestro mundo real, existen muchas más de las que ella encontró en aquel fabuloso país de las disparatadas excentricidades.
(Continuará)
Por el reverendo Padre Alfonso Gálvez Morillas
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