¿EXISTE TODAVÍA LA IGLESIA CATÓLICA? Parte III de IV

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III

Los hombres se han creído siempre señores de la Historia y aptos para dirigirla a su manera. Una extraña, y a menudo trágica creencia, acerca de la cual es preciso decir que los más tremendos acontecimientos, ocurridos casi siempre en sentido contrario a lo previsto, no han sido capaces de acabar con ella. Las grandes Revoluciones de forma tan ansiosamente esperadas, llevadas a cabo con el más extraordinario de los alborozos y el convencimiento más absoluto acerca del triunfo de los nuevos caminos a emprender… Los cuales, a no dudarlo, iban a cambiar el rumbo de la Historia, elevando a la Humanidad hasta donde no hubieran sido capaces de imaginar los más optimistas de los sueños; pero que acabaron siempre en imprevistos resultados que, no sólo no mejoraron la existencia humana, sino que produjeron como cosecha frutos absolutamente contrarios a los esperados.

El abandono de la filosofía del ser, y el alborozado adiós definitivo a la denostada Edad Media, llamada desde entonces Edad Oscura, dieron paso a las filosofías idealistas, cuyos más sobresalientes frutos fueron —entre otros— los millones de muertos que produjo el comunismo y la situación de esclavitud a la que fueron conducidas naciones enteras. La triunfal despedida al odiadoAncien Régime, con la desaparición del poder absoluto de los Reyes, hicieron posible el triunfo de las opresivas oligarquías y la aparición de las tiranías más feroces y crueles que jamás haya conocido la Humanidad. Y algo semejante sucedió, de forma paralela, con las fantasiosas ilusiones de libertad e igualdad que abanderaron la Revolución Francesa.

Cuando el jueves 11 de Octubre de 1962, el Papa Juan XXIII pronunció su triunfal y revolucionario discurso de apertura del Concilio Vaticano II, anunciador de un cambio de rumbo en la Barca de Pedro, es posible que el exceso de optimismo propio del momento le hicieran olvidar cosas importantes. Las cuales, como suele ocurrir siempre en ocasiones parecidas, igualmente pasaron desapercibidas para los millones de personas que le escuchaban en todo el mundo. Con lo que quedaba patente, una vez más, que el entusiasmo desbordante y el espíritu triunfalista, alimentados además por el aplauso de multitudes previamente enaltecidas y preparadas, no suelen ser buenos consejeros ni afortunados augures.

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En primer lugar, hay que tener en cuenta que la Iglesia es por naturaleza tradicionalista, guardiana de una Tradición multisecular cuya fuente es su mismo Divino Fundador. Y de ahí que todo lo que suene a revoluciones en su propio seno suele acabar mal, precisamente por la misma naturaleza de las cosas.

En segundo lugar, tampoco debe olvidarse que ningún Papa ha gozado jamás de la potestad de inducir cambios sustanciales que afecten a los fines de la Iglesia. La cual tiene como misión encomendada la de la docenciaId y haced discípulos a todos los pueblos [1], que supone a su vez, por su propia naturaleza, la función de corregir y rectificar los caminos a seguir siempre que las necesidades lo exijan. Proclamar que se acabaron a partir de ahora las condenaciones, a fin de ser sustituidas por una nueva política de benevolencia, de mano tendida y de comprensiones amistosas, quizá sobrepase los límites y los fines de lo estatuido por su Fundador para esta divina Institución.

En el capítulo anterior hemos considerado, un poco a vuela pluma, lo que queda de la verdadera Iglesia en la que ahora es considerada como Nueva Iglesia postconciliar. Puras ruinas, con jirones y añoranzas del pasado. Triste testimonio de lo que fue anunciado como la que había de ser una Primavera de la Iglesia o Primavera Conciliar, pero que luego se manifestó como lo que realmente era: un verdadero Invierno Eclesial que arrastró consigo a millones de fieles que tuvieron la desdicha de ser engullidos por el huracán. El Papa Juan XXIII, como acabamos de decir, ya había anunciado solemnemente, en el discurso de apertura del Concilio Vaticano II, que había pasado la época de la Iglesia de los anatemas y condenaciones. Para inaugurar en su lugar un nuevo período de comprensión, de diálogo y de mano tendida, que traería consigo el logro de un lugar común para creyentes y no creyentes.[2] El objetivo de alcanzar tales fines fue lo que le había movido a la celebración de este Concilio para el que había sido inspirado, según él, por el Espíritu Santo.

clip_image034_thumb[1]

Los acontecimientos posteriores dejaron claro que el Papa quizá había sufrido un exceso de optimismo en sus apreciaciones, por lo que hubo quien puso en duda que le hubieran sido inspiradas por el Espíritu, dado el resultado y las consecuencias de lo que vino después.

Y lo que vino después fue, como hemos dicho, justamente lo contrario de lo que había sido anunciado. La explicación quedará seguramente enterrada para siempre entre los grandes misterios de la Historia, y cuya razón última, una vez más, se mantendrá en el secreto del corazón de Dios. Aunque, de todos modos, no deja de llamar la atención el hecho de que una inspiración del Espíritu Santo, en el caso de que el Papa estuviera en lo cierto (que nunca dejaría de ser algo privado y, por lo tanto, sin ninguna obligación de credibilidad por parte de nadie, aparte del sujeto recipiente), llegara a ser anunciada a la Iglesia universal como algo, en cierto modo, oficial. Pero tal es la naturaleza humana. Pues el entusiasmo de los hombres es capaz de conducirlos a un exceso de optimismo tal, como para hacerles ver cosas que, como en el caso de Segismundo en La Vida es Sueño de Calderón de la Barca, los conduce hasta confundir los sueños con el mundo de la realidad.

Y sin embargo, aquellas ruinas de lo que antes había sido, eran todavía la verdadera Iglesia. O al menos, parte suficiente de ella.

Y la razón —si cabe dar razones por el entendimiento humano acerca de cosas que le sobrepasan, y hasta donde es capaz de hacerlo— es doble en este caso.

En primer lugar, y como ya dijimos en su momento, porque el escaso número de la pusillus grex, al que hemos llamado aquí como el de los verdaderos católicos, jamás tuvieron intención de abandonar la ortodoxia ni separarse de la verdadera Iglesia. El conocido lema de que Ubi Petrus, ibi Ecclesia, mantuvo siempre para ellos toda su vigencia. Separarse de Petrus hubiera significado abandonar el seno de la Iglesia: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna, le dijo San Pedro a Jesucristo.[3]

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Por otra parte, la Iglesia es jerárquica por institución divina y siempre hubo en ella, mal que le pese al modernismo, dos clases de fieles perfectamente diferenciados: pastores y ovejas, clérigos y laicos, parte docente y parte que es enseñada, parte cuya principal función es la de santificar y parte que es santificada, parte que gobierna y parte que obedece. Y así, efectivamente, la realidad del jerarquismo en la Iglesia exige de los fieles, como algo esencial y fundamental, la actitud de la obediencia (a la vez que la hace posible). Sin que haya de importar para nada la situación moral, espiritual, o incluso de posible corrupción de la Jerarquía; con tal que ésta siga siendo la legítima y auténtica Jerarquía. En el caso de una posible negación de la realidad de la Nueva Iglesia, tal cosa (la obediencia) se hubiera hecho imposible para los verdaderos fieles. Que es el importante detalle que no ha sido tenido en cuenta por los grupos que abandonaron la Iglesia bajo el pretexto de su infidelidad a las enseñanzas de su Divino Fundador.

En segundo lugar, porque es necesario que sigan existiendo Instituciones, Organismos, Monumentos testigos de un tiempo pretérito y brillante…, sin los cuales, aunque a menudo como meros restos del pasado y, con no poca frecuencia, mostrando simples jirones de vida, sería imposible seguir hablando de una Iglesia Visible, que es, al fin y al cabo, una de las notas necesarias que definen la presencia de la verdadera Iglesia.

Todo lo cual, como es fácil de suponer, significa para los verdaderos cristianos una situación de equilibrio, de vigilancia y de exquisito cuidado para mantenerse fieles en la verdad y no desviarse del camino. Tarea de ningún modo fácil, puesto que el Espíritu de la Mentira anda en todo momento vigilando, buscando a quien devorar.[4] Lo que hace del intento de mantenerse fieles en la Fe, dadas las circunstancias de los tiempos actuales, una tarea verdaderamente difícil y a menudo heroica.

Sin embargo, quienes son fieles a la verdadera Fe del Evangelio y a las enseñanzas del auténtico Magisterio de la Iglesia, no deben inquietarse ni dejarse abrumar por sufrimientos inútiles. Dios no abandona nunca a los suyos. Pues solamente son víctimas del Espíritu del Mal quienes, de una manera o de otra, han pactado con la mentira. Y si en definitiva son engañados, no han hecho sino encontrar lo que voluntariamente han venido buscando. Jesucristo prometió confianza a sus discípulos y, a través de ellos, a todos sus seguidores: Cuando venga Aquél, el Espíritu de la verdad, os guiará hacia toda la verdad, pues no hablará por sí mismo, sino que dirá todo lo que oiga y os anunciará lo que va a venir[5] Confiad: yo he vencido al mundo.[6]

Con todo, es preciso reconocer que la situación es insostenible y, en cierto modo, peligrosa para los verdaderos cristianos. Por eso no puede ser sino pasajera y breve.

Que es lo que aseguró Jesucristo: Y de no acortarse esos días, no se salvaría nadie; pero en atención a los elegidos esos días se acortarán.[7] Es condición del Espíritu de la Mentira la de vivir continuamente ahogado en su propio engaño, y de ahí que llegue a pensar que su triunfo es definitivo. Es también lo que explica el misterio del estado en que se encuentran sus seguidores, predestinados a la condenación: jamás piensan que la vida es breve, que han de comparecer ante el Tribunal de Dios y que serán sumergidos en el lago ardiente de azufre que no se apagará por toda la eternidad; por eso obran durante su vida terrena enteramente convencidos de su victoria, ante la que piensan que nadie puede oponerse. De ahí que todo intento o razonamiento para traerlos al buen camino es absolutamente vano, puesto que están petrificados para siempre en la mentira y su corazón se ha endurecido como el pedernal: pero ahora no tienen excusa de su pecado.[8]

Es cierto que las palabras de Jesucristo en Mt 24:22 se refieren al tiempo que precederá inmediatamente a la Parusía. Y que ese momento sólo de Dios es conocido. Pero nos han sido dadas diversas y variadas señales acerca de la proximidad de su llegada, las cuales parecen muy próximas a cumplirse dada la aterradora situación actual de la Iglesia y del mundo. Nadie, en efecto, puede decir con seguridad que es inminente la segunda venida del Señor; pero, ¿Quién podría decir tampoco que no estamos ya ante ella…?

Es evidente que el Abismo de las Tinieblas avanza inexorablemente en el mundo, ante la mirada indiferente, voluntariamente ignorante, ansiosa de placeres y olvidada o enemiga de Dios de casi todos los hombres, que no se hacen cargo del terrible peligro que se cierne sobre ellos: Cuando clamen: «Paz y seguridad» , entonces, de repente, se precipitará sobre ellos la ruina, como los dolores de parto de la que está encinta, sin que puedan escapar.[9]

De todas formas, para aquellos que han elegido abrazarse a la Iglesia modernista de la Nueva Edad, ¿Será posible todavía, seguramente muy difícil, o acaso imposible, la salvación…? Es el tema que nos queda por examinar en el próximo y último capítulo de este breve ensayo.

Por el reverendo Padre Alfonso Gálvez Morillas


[1] Mt 28:19.
[2] Es una curiosa tendencia, muy propia de la naturaleza humana, la de creer que determinadas cosas, ordinariamente difíciles, van a ser logradas fácilmente, por decirlo así, por el mero arte de birlibirloque.
[3] Jn 6:68.
[4] 1 Pe 5:8.
[5] Jn 16:13.
[6] Jn 16:33.
[7] Mt 24:22.
[8] Jn 15:22.
[9] 1 Te 5:3.

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