Recientemente he escrito sobre la conveniencia y necesidad de que los Estados profesen la Religión Católica para preservar el medio ambiente moral, espiritual y religioso de la sociedad.
Pocos días después me encontré en un templo una hoja parroquial de la que me llamó la atención un articulito que habla de laicismo y laicidad.
Es interesante, porque refleja perfectamente la confusión sobre el tema generada por el Concilio Vaticano II y el magisterio posterior.
El autor rechaza el laicismo que promueve la separación entre la Iglesia y el Estado, porque considera que la Iglesia debe colaborar positivamente con el Estado. Pero por otro lado, reproduce (sin citar su origen) una frase de un discurso del Papa Francisco que afirma que la laicidad es positiva, entendiéndola como el respeto del Estado hacia todas las religiones sin asumir ninguna en concreto.
Este tipo de equilibrios doctrinales complejos, que intentan hacer compatibles dos posturas que se contradicen la una con la otra, me recuerdan siempre las palabras de Jesús: que tu sí, sea sí y tu no sea no. Todo lo que pase de eso, proviene del maligno.
La ambigüedad en asuntos de fe y moral es cosa diabólica.
La doctrina tradicional de la Iglesia enseña que la obligación moral de confesar y practicar la Religión Católica incumbe tanto a los individuos como a las sociedades, sin excluir las comunidades políticas.
Esta doctrina fue predicada por la Iglesia siempre y en todas partes hasta el segundo Concilio Vaticano. Sobre todo desde que la Revolución francesa difundió por doquier la peste del laicismo. Cuanto más avanzaban los principios del Derecho Nuevo, la filosofía ilustrada iluminista y la ideología liberal en las naciones, más alta, contundente e insistente se alzaba la voz de la Iglesia para condenar todos esos errores, reclamar los derechos de Dios y recordar a los pueblos su obligación de reconocer el reinado social de Jesucristo.
Es lógico: a mayor olvido de la verdad, mayor necesidad de recordarla.