Mi herencia en el momento de la muerte

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Queridos hermanos, me viene a la mente unas palabras de la beata Isabel de la Trinidad, carmelita descalza, que suspiraba en su lecho de muerte ante el crucifijo que sostenía entre sus manos: ¡Cuánto nos hemos amado! ¡Qué herencia más hermosa y gozosa! Esta es la verdadera herencia del alma, una herencia que es pasado, presente y futuro; en realidad, es una herencia única, pues es un eterno presente. Herencia imperfecta en la tierra, perfectísima en el Cielo.

Si hemos de plantearnos qué herencia dejaremos tras nuestra muerte, no cabe  más que una: mi herencia en virtudes, mi herencia virtuosa y santa; mi herencia llena de amor de Dios; mi herencia de muerte a mí mismo. Herencia de rechazo al pecado, al mundo y al demonio. Herencia crucificada con Cristo en la “cruz” personal de cada uno.

¿Puede haber en el momento de la muerte otra herencia distinta? Pobre y desgraciada el alma si en sus últimos momentos sólo piensa en su herencia “terrenal”, en sus obras materiales, en esas acciones que el mundo elogió y aplaudió; en sus merecimientos personales, en sus capacidades personales, en su valía personal; en su “obra” que deja para otros. Infeliz el alma que en sus últimos momentos mira hacia atrás, y no hacia adelante, hacia el futuro inminente en que será juzgada por todo lo que hizo, y dejó de hacer  en el pasado. Infeliz si mira hacia atrás, no para arrepentirse de sus pecados, sino para vanagloriarse de la “herencia” que ha construido. Dichosa el alma que en el lecho de muerte mira hacia atrás con verdadero dolor por no haber cumplido con el plan divino en ella. Dichosa el alma que en sus últimos momentos anhela el perdón divino, los último sacramentos.

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