LA AGONÍA DE CRISTO por Santo Tomás Moro

I. SOBRE LA TRISTEZA, AFLICCIÓN, MIEDO Y ORACIÓN DE CRISTO ANTES DE SER CAPTURADO

(Mt. 26; Mc. 14; Lc. 22, Jn. 18)

Temas:

Judas Apóstol y Traidor

Conducta de Cristo con el traidor

Libertad de Cristo en su captura, pasión y muerte.

El fin de Judas

Judas Apóstol y Traidor

«Judas, habiendo tomado una cohorte de soldados que le dieron los sacerdotes y los fariseos, fue allá con antorchas y armas. Estando Jesús todavía hablando, llega Judas Iscariote, uno de los Doce, y con él un tropel de gente armada con espadas y garrotes, enviada por los príncipes de los sacerdotes, los escribas y los ancianos. El traidor les había dado una señal …»51.

Me inclinaría a creer que la cohorte que, según los evangelistas, fue dada al traidor por los pontífices, era una cohorte romana asignada por Pilato a los sacerdotes. Los fariseos, escribas y ancianos del pueblo habían añadido a ella sus propios servidores, bien porque no tuvieran suficiente confianza en los soldados del gobernador, bien porque pensaron que un mayor número sería conveniente para que no fuese Cristo rescatado por el repentino tumulto y la confusión causada por la oscuridad de la noche. O tal vez llevaban la intención de arrestar a todos los Apóstoles al mismo tiempo, sin dejar que ninguno escapara en la oscuridad. No fue cumplido este último propósito, pues el poder de Cristo no lo consintió; y Él mismo fue capturado porque quiso ser hecho prisionero Él solo.

Llevan antorchas encendidas y linternas para poder distinguir entre las tinieblas del pecado el sol brillante de la justicia. Llevan antorchas, no para que pudieran ser iluminados con la luz de Aquél que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, sino para extinguir aquella luz eterna que nunca puede ser oscurecida. Tanto unos como otros, los enviados y quienes les enviaban, se afanaban por derrocar la ley de Dios por causa de sus tradiciones. También ahora hay quienes siguen sus huellas, y persiguen a Cristo al esforzarse por ensombrecer el esplendor de la gloria de Dios con su propia gloria.

Merece la pena, en este pasaje, prestar atención y advertir la inestabilidad de las cosas humanas. Apenas hacía seis días que, incluso los gentiles, estaban deseosos de ver a Cristo a causa de sus milagros y la santidad de su vida. Los mismos judíos le habían recibido con respeto admirable al entrar en Jerusalén. Y, ahora, judíos y gentiles vienen a arrestarle como a un ladrón. Entre ellos, no uno más en el gentío, sino haciendo cabeza, iba un hombre peor que todos los judíos y gentiles juntos: era Judas. Quiso Cristo ofrecer este con-traste para enseñar que la rueda de la fortuna no quedará inmóvil para nadie, y que ningún hombre cristiano, su esperanza puesta en el cielo, ha de perseguir la gloria desdeñable en la tierra.


Observaremos que las autoridades que en contra de Cristo enviaron aquella turba eran sacerdotes -¡príncipes de los sacerdotes!-, fariseos, escribas y ancianos del pueblo. Lo que es óptimo en la naturaleza, si empieza a desviarse, se corrompe en lo peor; Lucifer, por ejemplo, que fue creado por Dios como uno de los más excelsos entre los ángeles del cielo, vino a ser el peor de los demonios una vez que se entregó a la corrupción de la soberbia. No fue lo más bajo del pueblo, sino lo más encumbrado, los príncipes de los sacerdotes, cuya obligación y oficio era cuidar de la justicia y promover los asuntos de Dios, quienes, particular-mente, conspiraron para apagar el sol de la justicia y destruir al unigénito de Dios. La avaricia, la envidia y la altivez les llevaron a tal extremo de locura.

He aquí otro punto que no se debe pasar por alto. Judas, llamado en otros lugares con el infame nombre de traidor, es ahora perturbado al recibir el título sublime de Apóstol. «Judas Iscariote, uno de los Doce»: ni era uno de los gentiles, ni uno de los judíos enemigos, ni uno entre los muchos discípulos de Cristo (aun si lo hubiera sido, inconcebible sería lo que hizo), sino -vergüenza jamás vista- uno de los Apóstoles escogidos por Cristo. El solo, «uno de los Doce», fue capaz de entregar a su Señor para ser capturado, e incluso se hizo cabecilla de la turba.


Hay en este pasaje una lección que deben aprender quienes ocupan puestos y cargos en la vida pública, pues no tienen siempre motivo para gloriarse y complacerse en sí mismos cuando son llamados con títulos solemnes. No; tales títulos son dignos y apropiados si quienes los poseen son conscientes de haber merecido tal tratamiento de honor por el recto cumplimiento personal de sus deberes administrativos. De no ser así, tendrían que ser abatidos por la vergüenza (a no ser que se deleiten en palabras vacías). No importa lo que sean: príncipes, grandes señores, emperadores, obispos, sacer-dotes; si son miserables y perversos, deberían darse cuenta de que, cuando los hombres hacen sonar en sus oídos los títulos espléndidos de sus cargos, no lo hacen sinceramente para rendirles honor, sino para poder reprocharles, sin peligro alguno y bajo color de alabanza, los honores que llevan y usan tan indignamente. «Judas Iscariote, uno de los Doce»; cuando el evangelista hace aparecer a Judas con el título de su Apostolado, la in-tención real no es, en absoluto alabarle, lo que está bien claro, pues le llama en seguida traidor. «El traidor les había dado una señal diciendo: A quien y besare, ése es, prendedle»52.

Se suele preguntar aquí por qué necesitó el traidor dar una señal a la turba para identificar a Jesús. Contestan algunos que acordaron hacerlo así porque más de una vez, anteriormente, Cristo había escapado de improviso de manos de quienes intentaban prenderle. Ahora bien, debió de ocurrir esto de día, y dado que Cristo lo hacía sirviéndose de su poder divino, bien desapareciendo de su vista o pasando a través de ellos mientras miraban atónitos, se comprende que era inútil del todo dar una señal con objeto de identificarle y que no escapara.

Otros han dicho que uno de los dos Santiagos se parecía mucho a Cristo, tanto que, si no se les miraba bien de cerca, no era fácil distinguirlos (dicen que ésta era la razón de que fuera llamado hermano del Señor). Pero si podían haber sido arrestados juntos y, más tarde, ser identificados, ¿qué necesidad había de dar una señal? Era la noche ya avanzada, como dice el evangelista, y aunque se acercaba el amanecer, todavía era de noche y la oscuridad lo llenaba todo, pues llevaban antorchas que daban, seguramente, luz suficiente para hacerlos visibles desde lejos, pero no para distinguir bien una persona a cierta distancia. Y aunque aquella noche tal vez tuvieron la ventaja de cierta luz de la luna llena, sólo pudo servir para iluminar los con-tornos de las figuras humanas en la distancia y no para obtener una buena iluminación de los rasgos faciales, distinguiendo una persona de otra.

Por otra parte, si iban corriendo al barullo con la esperanza de capturar a todos a la vez (cada uno escogiendo su víctima sin saber quién era), tendrían, con razón, miedo de que, entre tanta gente, pudiera alguno escapar y, lo que es peor, que uno de los fugitivos fuera, precisamente, el único hombre que de verdad perseguían (los que en mayor peligro se encuentran suelen ser los que más rápida-mente se preocupan de sí mismos).Tanto si así lo planearon, como si Judas mismo lo insinuó, lo cierto es que dispusieron la estratagema haciendo que el traidor se adelantara y señalara al Maestro con un abrazo y un beso. Una vez puestos los ojos en Él, pondrían en Él sus manos, y caso de que alguno de los otros escapara, ya no habría tanto peligro.

«Les había dado el traidor esta señal: A quien yo besare, ése es. Prendedle y llevadle con cautela.» ¡Hasta dónde llegará la mezquindad! ¿No te bastó, canalla traidor, con vender a tu Señor, al que te había ele-vado a la tarea sublime de Apóstol, en manos de hombres impíos y con un beso, sin necesidad de estar tan preocupado de que se lo llevaran con precaución, no fuera que llegara a escapar? Se te pagó para que le traicionaras, mientras otros eran enviados para atraparle, custodiarle y conducirle a juicio. Pero tú, como si ese papel en el crimen no fuera bastante importante, vas y te inmiscuyes en la tarea de los soldados. Como si los ruines magistrados que les enviaron no les hubieran dado instrucciones adecuadas, hacía falta un hombre como tú que añadiera un nuevo mandato de llevárselo con pre-caución bien apresado. Habías cumplido del todo tu trabajo criminal entregando a Cristo a sus sicarios.

Pero si los soldados hubieran sido tan remisos que Cristo consiguiera escapar de entre ellos, por su descuido o rescatado por la fuerza, ¿tenías miedo acaso de que entonces no te serían pagadas tus treinta piezas de plata, paga ilustre de crimen tan horrendo? Se te pagará, no lo dudes, pero no desearás tanto recibirlas con codicia como estarás inquieto y deseoso de arrojarlas lejos de ti tan pronto como las hayas conseguido. Entretanto, llevarás a cabo una acción que trae dolor para tu Señor y la muerte para ti, pero que será para muchos la salvación.

«Venía delante de ellos y se acercó a Jesús para besarle. En cuanto llegó, arrimándose a Jesús le dijo: Salve, Maestro, salve. Y le besó. Le dijo Jesús: Amigo, ¿a qué has venido? ¿Con un beso entregas al Hijo del hombre?»53. Iba Judas delante de la turba y esto no sólo es verdad en la historia, sino que tiene también un sentido espiritual: entre los que participan en un mismo acto pecaminoso, el que tiene más motivos para abstenerse es el que mayor culpa tiene delante del juicio de Dios.


«Y se acercó para besarle. Y al llegar fue hacia Él y le dijo: Maestro, salve, Maestro. Y le besó.» Así se acercan a Cristo, así le saludan, así le besan también todos aquellos que se fingen discípulos de Cristo y profesan su doctrina con la lengua mientras, de hecho y con obras, se esfuerzan por destruirla con artilugios y toda una técnica de sutilezas. De igual guisa que Judas le saludan quienes le llaman «Maestro» pero desprecian sus mandamientos.

De la misma manera le besan aquellos sacerdotes que consagran el Cuerpo sacrosanto de Cristo, para después asesinar a los miembros de Cristo, almas cristianas, con su falsa doctrina y su ejemplo depravado. Así le saludan y besan también quienes exigen ser considerados como personas buenas y pías porque, a pesar de ser fieles laicos, persuadidos por malos sacerdotes, reciben el Cuerpo y la Sangre sagrados de Cristo bajo ambas especies, contra la costumbre de todos los cristianos, sin ninguna necesidad y no sin gran menosprecio por toda la Iglesia católica y, en consecuencia, no sin grave falta. Esta gente lo hace contra la práctica y el uso de siempre de todos los cristianos. Y no sólo se comportan así (cosa que podría ser tolerada), sino que, como si fueran santos Padres de la Iglesia, condenan a todos los que reciben ambas sustancias bajo sólo una de las dos especies. Es decir, fuera de sí mismos, condenan a todos los cristianos de todas partes y durante tantísimos años.

A pesar de su importuna insistencia en que ambas especies son necesarias para los laicos, ya son muchos entre ellos -tanto laicos como sacerdotes- los que eliminan la realidad de ambas especies (el Cuerpo y la Sangre). Se parecen en esto a los soldados de Pilato que se burlaban de Cristo arrodillándose y saludándole como rey de los judíos. Se arrodillan en veneración de la Eucaristía, y la llaman Cuerpo y Sangre de Cristo aunque ya no creen que sea lo uno ni lo otro: creen como «creían» los sol-dados de Pilato que Cristo era rey de los judíos.

Todos estos caracteres que he mencionado traen a nuestra cabeza al traidor Judas en cuanto coinciden con él en dos cosas: su saludo y el beso con felonía. Así como todos éstos representan una acción del pasado, Joab proporcionó una figura del futuro porque, habiendo saludado a Amasa con estas palabras: «Saludos, hermano», acariciándole la barbilla con su mano derecha como si quisiera besarle, desenvainó un puñal que llevaba escondido y lo mató de un golpe. De la misma manera había matado a Abner. Más tarde, como convenía según la justicia, pagó con su propia vida engaño tan horrible54. Pues bien, Judas recuerda a Joab, tanto si se consideran las personas y hechos criminales como la venganza de Dios y el final desgraciado de cada uno. Se asemejan Joab y Judas con una sola diferencia; que Judas superó a Joab en todos los aspectos.

Gozaba Joab del favor y de la influencia de su príncipe y señor; pero con señor mucho más grande trataba Judas. Joab mató a quien era amigo suyo; Judas era mucho más íntimo con Jesús. La envidia y la ambición movían a Joab porque había oído que el rey iba a pro-mover a Amasa sobre él; mas Judas se movía por la ambición mezquina de una mísera recompensa, por unas pocas monedas de plata entregó a la muerte al Señor del universo. Cuanto más enorme fue el crimen de Ju-das, tanto más miserable fue el castigo que le siguió. Joab fue muerto a manos de otro, pero el desgraciado Judas se ahorcó con su propia mano. En la forma ex-terna que tomó el delito hay una clara similitud entre ambos crímenes. Joab asesina a Amasa en el mismo instante de saludarle, casi besándole; Judas se acerca a Cristo cortésmente, le saluda con respeto, le besa como muestra de amor; mas no pensaba el cruel villano en otra cosa sino en entregar a su Señor a la muerte. Con todo, no pudo engañar a Cristo como Joab hiciera con Amasa. Cristo le recibe, escucha su saludo, no rechaza el beso. Conocedor de la criminal traición, se comportó durante ese rato como si nada supiera.


Conducta de Cristo con el traidor


¿Por qué Cristo actuó así? ¿Era acaso para enseñar-nos cómo disimular y fingir? ¿Para enseñarnos a devolver, con fina astucia, el engaño con otro engaño? De ningún modo. Lo hizo para indicarnos que hemos de soportar con paciencia y mansedumbre todas las injurias y ardides, sin enfurecernos, sin buscar venganza, sin dar rienda suelta a nuestras pasiones para insultar al ofensor, sin buscar vano deleite en coger al enemigo en algún traspié. Nos enseñaba a hacer frente a la injuria y a la falsedad con verdadera virtud y, en una palabra, a vencer el mal en abundancia de bien. Es decir, hacer todo esfuerzo posible, insistiendo con ocasión y sin ella, con palabras tan corteses como fuertes y penetran-tes, de tal modo que el hombre miserable pueda cambiar para bien; y si no responde a este tratamiento, no eche la culpa a nuestra negligencia, sino a la monstruosa magnitud de su propia maldad.

Como buen médico, intenta Cristo ambos métodos de cura, y en primer lugar, empleando palabras suaves y afables: «Amigo, ¿a qué has venido?». Cuando se oyó llamar «amigo», el traidor quedó indeciso y pensativo en la duda. Consciente de su crimen, temía que Cristo hubiera usado el nombre de «amigo» para reprocharle con gravedad su enemistad. Por otra parte, ya que los criminales se precian a sí mismos en la esperanza de que nadie conoce sus crímenes, esperaba ciego en su locura (aunque tenía la experiencia de que los pensamientos de los hombres estaban patentes ante Cristo, e incluso su propia traición había sido declarada durante la última cena), esperaba, digo, que su crimen pasara oculto a Cristo; tan falto de razón estaba Judas. Y como nada podía ser más nocivo para él que verse decepcionado en esta su esperanza porque nada podría disponerle peor para su arrepentimiento. Cristo en su bondad no permitió que siguiera engañado.


De ahí que añadiera inmediatamente en tono grave: «Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?».
Le llama con el nombre con que solía hacerlo de ordinario para que el recuerdo de su anterior amistad ablandara el corazón del traidor y le moviera al arrepentimiento. Le reprocha luego, abiertamente, su traición para que no siguiera pensando que estaba oculta y le diera vergüenza confesarla. Sugiere, por fin, la criminal hipocresía del traidor: «¿con un beso entregas al Hijo del hombre?». Entre los crímenes y obras perversas no es fácil descubrir una más odiosa ante Dios que aquellas en las que pervertimos la naturaleza real y genuina de las cosas buenas para hacerlas instrumentos de nuestra maldad. Odiosa es ante Dios la mentira, por-que las palabras, que están por naturaleza ordenadas a expresar el sentido de nuestro pensamiento, son trastocadas para un propósito de engaño y decepción. Dentro de este género de maldad, constituye una ofensa grave a Dios abusar de las leyes y del derecho para infligir aquellas injurias que están, precisamente, destinadas a prevenir.

He ahí la razón por la que Cristo reprocha a Judas con dureza por ese modo detestable de pecar. «Judas le dice-, ¿entregas al Hijo del hombre con un beso? Ojalá fuera de hecho como tú deseas aparentar; pero, de otro modo, muéstrate abiertamente, con sinceridad, tal como realmente eres, porque quien obra la enemistad bajo el disfraz de la amistad es un hombre vil que multiplica en esa acción su villanía. No estabas satisfecho, Judas, con entregar al Hijo del hombre (hijo de aquel hombre por el que todos hubieran parecido si ese Hijo del hombre, que tú crees estar destruyendo, no re-dimiera a quienes desean ser salvados), ¿no te fue suficiente, repito, traicionarle sin necesidad de hacerlo con un beso, convirtiendo así un signo sagrado de amor en instrumento de tu traición? Estoy mejor dispuesto hacia esta turba que me rodea y ataca por la fuerza de la violencia y abiertamente, que hacia ti, Judas, que me entregas a ella con un falso beso.

Al ver Cristo que no había en el traidor señal al-guna de arrepentimiento, y para mostrar que prefería hablar con un enemigo sincero que con uno escondido en el anonimato, se apartó de él y se encaminó hacia la turba bien armada. Dejaba claro que nada le importaban las inicuas artimañas y tretas del traidor. Así lo re-lata el Evangelio: «Y Jesús, que sabías todas las cosas que le habían de sobrevenir, salió a su encuentro, y les dijo: ¿A quién buscáis? Respondiéronle: A Jesús Nazareno.

Díjoles Jesús: Yo soy. Estaba también entre ellos. Judas, el que le entregaba. Apenas dijo: Yo soy, retro-cedieron y cayeron en tierra»55¡Oh, Cristo salvador!, que hace apenas un rato tan grande era tu miedo que yacías postrado en el suelo, en postura digna de compasión, y que con sudor de sangre suplicabas al Padre que apartara de Ti el cáliz de tu Pasión, ¿cómo es que ahora, de manera tan repentina, te levantas, te lanzas como un gigante y vas gozoso al encuentro de quienes te buscan para hacerte sufrir?, ¿por qué das a conocer tu identidad tan espontáneamente a quienes admiten buscarte, pero que ignoran todavía que eres Tú a quien, de hecho, buscan? ¡Vengan, acu-dan aquí los débiles y pusilánimes! Que se agarren con fuerza a una esperanza inquebrantable cuando se sien-tan aplastados por el temor ante la muerte. Si con Cristo agonizan y temen y se apesadumbran, llenos de angustia, tristeza, cansancio y sudor, participarán también en su consolación. Sin duda ninguna, se sentirán fortalecidos por el mismo consuelo que tuvo Cristo (con la condición de que hagan oración, de que perseveren en ella y de que abandonen todo en la voluntad de Dios). Tan recreados serán por este espíritu de Cristo que sentirán renovarse sus corazones como la tierra vieja es refrescada por el rocío del cielo y, por medio del madero de la Cruz de Cristo, inmerso en las aguas del dolor, el mismo pensamiento de la muerte, antes tan amargo, se hará suave y llevadero. Un ánimo alegre y jovial sucederá al cansancio; el vigor mental y la valentía, reemplazarán el pavor, y, al final, apetecerán la muerte que antes les horrorizaba, considerando la vida triste y el morir una ganancia, deseando verse libre de las ataduras del cuerpo para estar con Cristo.

«Acercándose Cristo a la muchedumbre les pregunta: ¿A quién buscáis? Contestan: A Jesús Nazareno. Judas, el que le entregaba, estaba entre ellos. Y Jesús les dijo: Yo soy. Cuando dijo: Yo soy, retrocedieron y cayeron por tierra.» Si pudiera darse el caso de que el pavor y la angustia de Cristo hubieran antes disminuido nuestra estima e imagen de Él, habría ahora que restaurarla ante esta su fortaleza tan varonil. Avanza impertérrito hacia una masa de hombres armados (a aquellos que ni siquiera sabían quién era Él) y, un seguro de su muerte (pues sabía todo lo que iba a ocurrirle), se ofrece libremente como una víctima que va a ser cruelmente sacrificada. Este cambio, tan completo como repentino, resulta verdaderamente admirable si se con-templa desde su santísima humanidad.

¿Qué estima tendremos de Él? ¿Qué intensa reacción ha de producirse en los corazones de todos los fieles por la fuerza de este poder divino pasando asombrosamente a través del organismo debilitado de un hombre? Porque, ¿cómo fue posible que ninguno de los que le buscaban pudiera reconocerle al acercarse? Había enseñado en el templo. Había volcado las mesas de los vendedores. Había arrojado de allí a éstos. Había desarrollado su actividad en público. Había desconcertado a los fariseos. Había satisfecho a los saduceos. Había refutado a los escribas. Había eludido con una prudente respuesta la pregunta capciosa de los soldados herodianos.

Había alimentado a siete mil hombres con siete panes, y curado enfermos y resucitado a los muertos. Se había he-cho accesible a todo tipo de personas: fariseos y publicanos, ricos y pobres, justos y pecadores, judíos y samaritanos y gentiles. Y, ahora, no hay nadie entre tanta gente que le reconozca por su rostro o por su voz al dirigirse a ellos de cerca. Parece como si los que enviaran la turba hubieran cuidado de no mandar a nadie que hubiera visto de antemano a la persona que buscaban. ¿Cómo es posible que nadie distinguiera a Cristo por el beso y el abrazo que había dado Judas por señal? El mismo traidor, ahora entre la turba, ¿acaso olvidó de repente cómo reconocer a quien acababa de traicionar y señalar con un beso? ¿Qué ocurrió en suceso tan extraño?

Pienso que nadie fue capaz de reconocerle por la misma razón por la que, más tarde, María Magdalena, aunque le vio, no le reconoció sino cuando Él se reveló a sí mismo; lo mismo con aquellos dos discípulos que, aun mientras charlaban con Él, no supieron quién era hasta que Él se dio a conocer; y aun así, pensaron que era un viajero, como María Magdalena creyó que era el jardinero. En pocas palabras, no le reconocieron por la misma causa que nadie pudo seguir en pie cuando Cristo empezó a hablar: «Al decir: Yo soy, retrocedieron y cayeron por tierra.»


Declaraba así Cristo ser en verdad la palabra de Dios, que penetra con mayor agudeza que una espada de dos filos. Del rayo dicen que es de tal naturaleza que derrite la espada dejando ilesa la vaina. Aquí, la sola voz de Cristo, sin dañar los cuerpos, de tal modo debilitó las almas que les dejó sin fuerzas para sostener los miembros.


Menciona el evangelista que Judas estaba entre la turba. Muy probablemente, al oír que Jesús reprochaba abiertamente su traición, confundido por la vergüenza o aplastado por el miedo, pues conocía bien el carácter impulsivo y pronto de Pedro, se retiró inmediatamente y volvió con los de su calaña. El evangelista lo re-cuerda para que entendamos que también con todos los demás cayó Judas al suelo: era Judas de tal condición que no había en aquella muchedumbre nadie peor que él ni que más se mereciera ser arrojado por tierra. Quiso también el evangelista advertir sobre la necesidad de ser cuidadoso y prudente en la compañía y amigos que uno mantiene: si se anda con gente miserable se corre el peligro de caer junto con ellos. Si alguien pone estúpidamente su suerte junto con quienes van a un naufragio seguro, rara vez sucederá que se salve él solo nadando a tierra firme, mientras los demás se ahogan en el fondo del mar. Libertad de Cristo en su captura, pasión y muerte.

Libertad de Cristo en su captura, pasión y muerte.

Quien pudo arrojar a todos al suelo con sólo su palabra, fácilmente hubiera podido hacerlo con tal fuerza que ninguno volviera a levantarse jamás. Me parece que esto no lo duda nadie. Cristo, sin embargo, os tiró al suelo para que supieran que nada podrían sobre Él si Él no quisiera libremente padecer; y así, permitió que se levantaran para seguir haciendo lo que Él deseaba padecer. «Al levantarse les preguntó por segunda vez56,¿A quién buscáis?, y ellos respondieron: A Jesús Nazareno.» Tan atemorizados contestaron que parece estaban fueran de su sano juicio. En efecto, podían haber sabido que no encontrarían a nadie, y en aquel lugar y en aquella hora de la noche, que no fuese discípulo de Cristo o amigo suyo; y lo último que haría tal persona sería darles una pista para encontrar a Cristo. Ellos, por su parte, en lugar de mantener secreto el propósito de su búsqueda, descubren todo el meollo del asunto al encontrarse con alguien que ni saben quién es ni por qué les interroga.

Tan pronto preguntó: «A quién buscáis?», respondieron: «A Jesús Nazareno.» Contestó Cristo Jesús: «Ya os he dicho que yo soy. Ahora bien, si me buscáis a mí, dejad ir a éstos.» Es decir: «Si me buscáis a mí, ¿por qué no me arrestáis de golpe, ya que yo mismo me he acercado a vosotros y os he dicho quién soy? Y la razón es que sois tan incapaces de prenderme contra mi voluntad que ni siquiera podéis permanecer de pie mientras os hablo, como acabáis de comprobar al cae-ros. Por si acaso lo habéis olvidado, os vuelvo a repetir que yo soy Jesús de Nazaret. Si a mí me buscáis, dejad que éstos se vayan.» Que estas últimas palabras de Cristo no eran un simple ruego es algo que, me parece, Cristo dejó muy claro al arrojar a todos al suelo.

Ocurre, a veces, que quienes planean una villanía no quedan contentos con la simple acción criminal, sino que, con depravado desenfreno, añaden algunos «adornos» (por llamarlos de algún modo), del todo innecesarios para su propósito criminal. Hay, incluso, algunos ministros del mal tan absurda y perversamente cumplidores que, para evitar el riesgo de omitir alguna obra mala a ellos confiada, añaden algo «extra» de su propia parte, por si caso.

A ambos se refiere Cristo: «Si a mí me buscáis, dejad marchar a éstos. Si los sumos sacerdotes, escribas, fariseos y ancianos del pueblo de-sean ávidamente calmar su sed con mi sangre, prestad atención y mirad: Cuando me buscabais, salí a vuestro encuentro. Ni siquiera me conocíais, y me entregué a vosotros. Mientras estabais postrados en el suelo, yo seguía junto a vosotros. Y ahora que os levantáis sigo en pie dispuesto a ser capturado. Soy yo mismo quien me entrego a vosotros (cosa que el traidor no pudo con-seguir), para que ni vosotros ni mis discípulos piensen que su sangre deba ser añadida a la mía, como si acaso no fuera suficiente crimen matarme a mí. Si a mí me buscáis, dejad ir a éstos.»

Mandó que dejaran en paz a los discípulos y aun les forzó a hacerlo; salvados gracias a la fuga, anuló todos sus esfuerzos por capturarlos. Todo esto lo había anunciado ya de antemano, y mandó: «Dejad ir a éstos», para que se cumplieran aquellas otras palabras: «No he perdido ninguno de los que me has confiado» 57.

Estas palabras que menciona el evangelista son las mismas que había dirigido Cristo a su Padre aquella noche en la cena: «Padre santo, guarda en tu nombre a estos que Tú me has confiado.» Y después: «He guardado a los que me diste, y ninguno se ha perdido sino el hijo de la perdición, para que se cumpla la Escritura.» Al predecir que los discípulos se salvarían cuando Él fuese arrestado, se declara Cristo ser su guardián y custodio. Así lo re-cuerda el evangelista a sus lectores para que entiendan que, aunque dijera a la turba que los dejasen marchar, ya había Él mismo abierto una vía para que huyeran.

El final desgraciado de Judas se predice en el salmo 108, donde, en forma de oración, se lee: «Sean cortos sus días, y otro reciba su ministerio.» Se dijo esto de Judas, traidor mucho antes de su traición, pero dudo que, aparte del salmista, conociera alguien que estas palabras eran una predicción precisamente sobre Judas, hasta que Cristo lo mostró con claridad y los hechos confirmaron las palabras. No hay que olvidar que ni los mismos profetas veían todo lo predicho por otros, por que el espíritu de profecía se da a la medida, es personal.

Y además me parece que nadie entiende el sentido de todas las frases de la Sagrada Escritura de tal modo que nada quede ya en ellas de misterio escondido, todavía ignorado, bien sea sobre los tiempos del anticristo o sobre el juicio final por Cristo; y permanecerán ocultos hasta que venga de nuevo Elías para explicarlos. Puedo de este modo aplicar a la Sagrada Escritura aquella exclamación del Apóstol sobre la sabiduría de Dios, pues es en la Escritura donde ha ocultado Dios el vasto cúmulo de su sabiduría: «Oh profundidad de los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios: ¡cuán incomprensibles son sus juicios, cuán inescrutables son sus caminos!»58.

En nuestros días, sin embargo, primero en un sitio y luego en otro, surgen día tras día, casi como avispas y abejorros, individuos que se glorían de ser autodidactas (como dice San Jerónimo), y que sin la ayuda de los comentarios de los antiguos doctores, encuentran muy accesibles, abiertos y claros todos aquellos pasajes que los antiguos Padres confesaron habían encontrado dificilísimos. Y los Padres fueron autores de no menor in-genio ni inferior formación doctrinal, infatigables en el estudio y, por lo que se refiere a ese «espíritu» o «carisma» que estos autores modernos tienen tan a me-nudo en sus labios como tan rara vez en sus corazones, también los Padres les superaron no menos que en la santidad de sus vidas.

Ocurre en nuestros días que estos autores nuevos, que súbitamente han florecido de la tierra como teólogos y que quieren presentarse como quien lo sabe todo, no sólo están en desacuerdo con aquellos autores de vida tan santa sobre el significado de la Escritura, sino que ni siquiera perseveran unánimes en los grandes dogmas de la fe cristiana*. Uno cualquiera entre ellos, el que sea, pretendiendo tener la verdad, conquista a los demás, y, a su vez, es conquistado por ellos: todos se asemejan en su oposición a la fe católica, y son todos también iguales en ser así vencidos.

El que habita en los cielos se ríe de sus intentos, inútiles e impíos. Y a Él suplico yo para que no se ría de ellos de tal guisa que los desdeñe en su ruina eterna, sino para que les conceda la gracia salva-dora del arrepentimiento, y así, estos hijos pródigos, que durante tanto tiempo han andado descarriados en el exilio, vuelvan sus pasos al seno de su madre, la Iglesia. De esta manera, unidos todos en la verdadera fe de Cristo y en la caridad de sus miembros, podamos obtener la gloria de Cristo, nuestra Cabeza, gloria que nadie, por mu-cho que se engañe, puede esperar alcanzar fuera del cuerpo de Cristo y de la verdadera fe.


El fin de Judas

Pero, volviendo a lo que decía, el hecho de que esa profecía se aplique a Judas fue algo insinuado por Cristo y que Judas mostró al suicidarse; fue hecho luego explícito por Pedro y cumplido por todos los Apóstoles cuando Matías fue elegido para ocupar su lugar: otro recibió su episcopado. Después de esto, no hubo ya ningún otro cambio en el grupo de los Doce, aunque los obispos suceden ininterrumpidamente a los Apóstoles. Aquel número sagrado alcanzó su fin al cumplirse la profecía.

Al decir Cristo: «Dejad que éstos se vayan», no imploraba su permiso, sino que declaraba, de una manera velada, que Él mismo había concedido a los Apóstoles el poder de marcharse para que se cumplieran aquellas palabras: «Padre, he guardado a los que me diste y ninguno se ha perdido excepto el hijo de la perdición.» Vale la pena contemplar aquí con cuánta eficacia pre-dijo Cristo en estas palabras el contraste entre el fin de Judas y el de los demás, la ruina del traidor y el feliz desenlace de los otros. Habla Jesús con tal firmeza que no parece anunciar algo del futuro, sino lo que ya ha ocurrido: «He guardado -dice- a aquellos que me diste.»

No se defendieron con sus propias fuerzas, ni se salvaron por la misericordia de los judíos, ni escaparon por la negligencia de la cohorte, sino gracias a Cristo: «Yo los he guardado. Y ninguno se ha perdido sino el hijo de la perdición. También él estaba entre los que Tú me diste. Él me recibió, y también a él, como a todos los que me reciben, le he dado poder de llegar a ser hijo de Dios. Cuando la avaricia le enloqueció se pasó a Satanás, y abandonándome y traicionándome con perfidia, rechazando la salvación y esforzándose en mi destrucción, se convirtió en hijo de la perdición y pereció como un miserable en su propia miseria.»

Infaliblemente cierto del final de Judas, Cristo ha-bla de su ruina como si ya hubiera acontecido. Mientras Cristo es apresado, aparece el infeliz traidor como jefe y guía de los que le capturan, y yo lo imagino gozándose y exultando en el peligro de su Maestro y de los que fueron sus condiscípulos, pues estoy convencido de que deseaba y esperaba que todos fueran arrestados y condenados. El carácter perverso y la locura furiosa de la ingratitud se manifiestan por esta peculiaridad: que desea la muerte de la misma víctima a la que inicuamente ha injuriado. Quien tiene su conciencia plagada de úlceras criminales ve en el mismo rostro de su víctima un reproche insoportable de su acción, y huye de él con espanto.

Se alegraba el traidor confiando que serían captura-dos todos juntos, y estaba tan estúpidamente seguro de sí mismo, que nada había más lejano de su cabeza como el pensamiento de la sentencia de muerte que Dios le colgaba, un lazo terrible a punto de atrapar su cuello en cualquier momento.

Qué digna de compasión es esta tenebrosidad de la débil y mortal condición humana que a menudo tiembla de miedo y se perturba tumultuosamente mientras ignora estar completamente a salvo, y otras veces, en cambio, se comporta como si nada le preocupara, segura de todo peligro, y del todo inconsciente de que una espada mortal pende sobre su cabeza. Temían los demás Apóstoles ser prendidos y asesinados junto con Cristo y, sin embargo, todos consiguieron escapar. Judas, por el contrario, al parecer libre de todo temor y que, incluso se deleitaba en el miedo de los Apóstoles, pereció unas pocas horas después.


Cruel es el apetito que se alimenta de la desgracia ajena. Ni hay razón alguna para que alguien se goce y felicite porque esté en su poder causar la muerte a otro ser humano, como se le antojaba al traidor gracias a los soldados que había conseguido. Aunque un hombre puede enviar a otro a la muerte, puede estar bien seguro de que él mismo también le seguirá, e incierta como es la hora de la muerte, puede ocurrir que él mismo, tal vez, preceda a quien imagina con arrogancia haber enviado a la muerte. Así ocurrió aquí, en donde la del miserable Judas precedió a la de Cristo, a quien aquél había entregado a la muerte.

Ejemplo triste y terrible para todos. No se crea el criminal seguro y libre de castigo, por mucho que se precie en su arrogante impenitencia, porque contra los malvados conspiran al unísono todas las creaturas junto con el Creador. El aire suspira por soplar vapores nocivos contra el miserable. El mar desea arrollarlo con sus olas. Las montañas quieren volcarse sobre él. Los valles, levantarse en contra suya. La tierra, entreabrirse bajo sus pies. El infierno busca tragarlo tras una larga caída. Los demonios desean zambullirle en las llamas devoradoras y eternas. Y entretanto, el único que preserva al hombre malvado es el mismo Dios que aquél abandonó.

Si alguien es tan obstinado en su imitación de Judas que Dios decida no ofrecerle más la gracia que tan a menudo le ha sido procurada (y por él rechazada), ese hombre sí que es verdaderamente desgraciado, y por mucho que se halague a sí mismo en la falsa ilusión de volar muy alto en el aire sobre una nube de falsa felicidad, está, de hecho, revolcándose en abismo de calamidad y de desgracia. A Cristo clementísimo se ha de pedir por uno mismo y por los demás, para no imitar a Judas en su obcecación frenética, y poder así aceptar la gracia que Dios ofrece para ser restaurados de nuevo por la penitencia y por la misericordia a la gloria.

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