En 2017, a los obispos consagrados durante el año el Obispo de Roma les apremió a ejercer el episcopado «sin protagonismos o narcisismos»; sin embargo la reciente visita de Francisco a Chile y Perú estuvo marcada, por una centralidad fijada en la persona de Jorge Mario Bergoglio, una especie de «culto al sacerdote», es decir con un alto protagonismo del Papa. Las televisiones, con comentaristas jesuitas en ambos países, subrayaron especialmente su discurso «ecológico», «su permanente sonrisa», «su corazón joven», «su colegialidad».
Ha sido muy comentado en los medios de la región, la celebración de una «boda católica» en el avión que lo trasladaba en Chile, la incorporación de rituales paganos de los araucanos en el Santo Sacrificio, y otros temas anejos.
I. ¿Aire fresco o vicioso?
Juan XXIII convocó al Concilio Vaticano II para que ingresara aire fresco a la Iglesia. Irónicamente, al aire fresco se convirtió en aire fétido, en ventarrón y huracán vicioso.
Es evidente, que las pretendidas reformas conciliares produjeron los mismos efectos que los cambios frescos esperaban evitar, y los resultados del «aggiornamento» fueron «la negación de la presencia real de Cristo en la Eucaristía, la transformación de la Misa en una simple cena, la negación o el ocultamiento del carácter sacrificial y propiciatorio de la santa Misa, la confusión entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común de los fieles, la desacralización de la sagrada Liturgia, la falta de reverencia, adoración y modestia en el vestir en el culto divino, la mundanización de la Iglesia, etc.».[1] Un éxodo de los religiosos de sus órdenes y sobre todo una «evangelización del mundo a la Iglesia».
Pero entonces, ¿el Espíritu Santo no asistió a los Papas del Concilio…? Mons. Spadafora lo explica así: «La asistencia del Espíritu Santo presupone que, de parte del Papa hay una correspondencia sin reservas; si esta correspondencia falta, la asistencia del Espíritu Santo es puramente negativa, esto es, impide solo que el Vicario de Cristo imponga a la Iglesia, como un dogma infalible, el error».[2]