IV
El problema de la dificultad de la salvación dentro de la Nueva Iglesia.
Después de todo lo expuesto, queda por examinar el problema de la posibilidad de la salvación para quienes se hallan en la Nueva Iglesia postconciliar.
Ante todo, debe tenerse en cuenta que la salvación eterna es obra exclusiva de la gracia de Dios. Es cierto que el premio de los bienaventurados es realmente algo merecido por méritos que, por supuesto, son tan reales como verdaderos; en cuanto que son personales y atribuibles a cada uno de ellos: La corona de la justicia, que San Pablo dice al final de su vida va a recibir,[1] no es un regalo que no tenga otro fundamento que la mera generosidad divina; sino un premio que Dios le otorga como Justo Juez, lo cual equivale a una retribución por los innumerables trabajos que por Él ha padecido. Sin embargo, incluso esta recompensa–retribución, fruto de justicia tal como hemos dicho, es también toda ella obra de la gracia y de la benevolencia divina. Sin la cual no hubieran existido frutos de justicia ni recompensa alguna.
También es de advertir que nadie se salva o se condena por el simple hecho de pertenecer a tal o cual Grupo, o a tal o cual facción determinada dentro de la Iglesia. Por lo que hace a la salvación, un monje cartujo, por ejemplo, por más que pertenezca a la más estricta observancia, no se salva por el mero hecho de ser cartujo; sino que siempre ha de existir de por medio, como factor decisivo, la responsabilidad personal de cada uno: Y fue juzgado cada uno según sus obras.[2]
Por lo general, salvo la de aquéllos que por la Revelación o por definición infalible de la Iglesia, sabemos que ya gozan del estado de bienaventurados, el destino eterno de los fallecidos es algo que queda reservado a los secretos de Dios.
Sin embargo, con respecto al tema, Jesucristo mismo nos ha dejado indicios esclarecedores que nos proporcionan ideas, si no tan luminosas como hubiéramos esperado (y que, en definitiva, hubieran sido inútiles), sí suficientes al respecto. Sin duda porque el tema era considerado por Él como algo fundamental y decisivo, como determinante, al fin y al cabo, de la salvación o condenación eternas de cada uno. Merecedor, por lo tanto, de algo más que una mera orientación demasiado difusa:
En cierta ocasión alguien le preguntó: Señor, ¿son pocos los que se salvan? Él les contestó: «Esforzaos para entrar por la puerta angosta, porque muchos, os digo, intentarán entrar y no podrán»…[3] «Entrad por la puerta angosta, porque amplia es la puerta y estrecho el camino que conduce a la perdición, y son muchos los que entran por ella».[4]
De manera que, siendo las palabras de Jesucristo lo bastante claras, sería bastante arriesgado no tomarlas en serio dado que se trata de la salvación eterna.
Por otro lado, es cosa bien patente la situación de la Iglesia Postconciliar. Con respecto a lo que fue la Iglesia Católica, la de ahora no es sino una pura ruina en la que falta todo vestigio de contenido sobrenatural, desde el momento en que trata de erigirse como Iglesia puramente humana y apta para todos los hombres de todas las razas y de todas las civilizaciones. Y no sólo eso, sino que al dar paso libre a la herejía modernista, se ha creado un estado de cosas en el que no vale la pena enumerar la negación de éste o de aquél dogma, puesto que, como decía el Papa San Pío X, el modernismo es el compendio de todas las herejías.
Como era de prever, al Papa Francisco no se le puede acusar claramente de herejía. Sin embargo ha otorgado plena libertad a sus cardenales, teólogos e Iglesias cismáticas como las de Alemania (sin contar los obstáculos puestos a Instituciones y Congregaciones que actuaban como fielmente católicas), para defender doctrinas que son claramente heréticas. Es cierto que, a través del lenguaje de su predicación, realizada casi diariamente y en un lenguaje además bastante ordinario —que el gran público y la multitud de admiradores suyos ha dado en llamar populista—, nunca parece haber pronunciado una doctrina que claramente contradiga algún dogma.[5] Ni su doctrina parece haber exigido nunca el carácter magisterial (ni siquiera ordinario, por supuesto), o así nos lo parece a nosotros. En cuanto a la Exhortación Apostólica Evangelium Gaudium, incluso el Cardenal Burke (Prefecto de la Signatura Apostólica), ha negado que posea carácter magisterial alguno. Por más que, en realidad, tampoco lo podría presumir, puesto que muchas de sus afirmaciones están claramente en contra de otras del auténtico Magisterio anterior; y ya se sabe que jamás en la Historia de la Iglesia un Magisterio ha supuesto estar en contradicción con el Magisterio auténtico.[6]

«¿Voy a convencer a otro que se haga católico? ¡No, no, no! ¡Vas a encontrarlo, es tu hermano! ¡Eso basta! Y lo vas a ayudar, lo demás lo hace Jesús, lo hace el Espíritu Santo». Francisco, 6 de Septiembre de 2013.
Y les dijo: Id por todo el mundo; y predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado. San Marcos 16, 15 – 16.
Todo lo cual considerado, y visto la situación de ruina y desolación que, dígase lo que se quiera, presenta de manera tan patente la Iglesia Postconciliar, tan indudablemente impregnada de claro Modernismo, desolada por causa de la Apostasía universal (dirigida por Pastores acerca de la vida y doctrina de muchos de ellos preferimos omitir aquí cualquier juicio), confiar en esta Institución en cuanto al destino definitivo de la personal salvación, parece una decisión bastante arriesgada. Es cierto que siempre está de por medio el Juicio de la Misericordia de Dios —único que cuenta y realmente definitivo—, pero que nos es completamente desconocido en cuanto a su aplicabilidad para cada alma en particular. De todos modos, ¿Quién, en su sano juicio, se arriesgaría a atravesar el océano en un barco que hiciera agua por todos lados y que, por lo tanto, no ofreciera ninguna seguridad? Y la salvación eterna es algo más importante que una travesía a través del océano.
No es el propósito de este breve ensayo enumerar, siquiera en forma de resumen, la serie de males que aquejan a la Iglesia de hoy. Algo que está a la vista de todos y acerca de lo cual, además, cualquiera que lo desee puede lograr seria y sobrada información en multitud de lugares. Por lo demás, ninguno de los modernos católicos ni de los increyentes estará dispuesto a secundar lo que aquí se ha dicho.
Sobre todo, porque no estarán dispuestos a creer nada de lo que aquí se ha explicado como estado de la situación actual. Y a decir verdad, porque no creen en nada que tenga un contenido sobrenatural. Y a este respecto, podríamos establecer dos grupos de personas:
El primero estaría integrado por mucha gente del pueblo sencillo a quien podríamos denominar como ordinaria. En general existe entre ella una inmensa multitud de personas cuya vida ha estado siempre despreocupada acerca de lo sobrenatural. Jamás se han interesado por adquirir sobre la cuestión ninguna opinión al respecto, desentendiéndose de ideas como Dios, el infierno o el cielo; los cuales son para ellos cosas de curas que, por otra parte, son personajes que nunca les han merecido consideración alguna. El estado actual de corrupción del clero secular y de los religiosos ha servido para avalar y confirmar sus opiniones.
El segundo grupo está formado por los intelectuales y es, a todas luces, mucho más curioso que el primero. Por supuesto que no creen en nada que se refiera a lo sobrenatural. La cual es una postura para la que se sienten apoyados por sobradas razones científicas que, si bien se consideran, no dejan de causar admiración por el hecho de que sean sostenidas por personas que se tienen y son tenidas por inteligentes. En lo científico son darwinistas declarados (teoría más que demostrada según ellos), y convencidos de la existencia de un misterioso Bing–Bang, cuya causa originaria, por nadie explicada, es para ellos la fuente segura del Universo. También están muchos a favor de las panteístas teorías de Teilhard de Chardin. En lo que sí existe unanimidad por su parte es a favor de teólogos como Yves Congar, Karl Rahner, Henri de Lubac, Hans Küng, Schillebeeckx, etc, cuya doctrina y vida poseen para ellos mucho más valor y credibilidad que la doctrina y vida de Jesucristo.
El Padre de la Mentira, a través del mysterium iniquitatis siempre actuando en el mundo, tiene buen cuidado de que sus almas hayan quedado como clavadas e inconmovibles en el error, aparentemente señaladas ya de antemano y para siempre con el signo de la predestinación a la condenación eterna.
Y llegados al final de nuestro trabajo, alguien se preguntará, con razón, qué es lo que definitivamente hemos tratado de defender y de dejar claro en este breve ensayo. Lo cual, en definitiva —por si alguno desea más claridad—, no han sido sino dos cosas:
La primera no es otra que la de animar y proporcionar un aliento de esperanza a quienes, habiendo permanecido a toda costa fieles a las enseñanzas de Jesucristo, explicadas por el auténtico Magisterio y custodiadas por la Verdadera y Única Iglesia Católica, han preferido permanecer en ella viviendo según la que hemos llamado vida catacumbal. Auténtica Iglesia ésta de la que hablamos, tan parecida a la de las catacumbas de los primeros cristianos y acerca de cuyas vicisitudes ya hemos explicado; por lo que no vamos a repetirlas ahora. La segura confianza en Dios que demuestran estos fieles, y su capacidad de lucha y de resistencia, son para ellos un signo de salvación.
La segunda es más bien una señal de alerta y de advertencia dirigidas precisamente también a estos últimos. Los cuales han de tener bien en cuenta, con respecto a la Iglesia postconciliar, que la existencia en forma visible de algunas de sus estructuras (Jerarquía, Instituciones, Organizaciones, algunos de sus cultos, etc.), son todavía tan necesarias (por más que algunas se consideren en estado de corrupción) que abandonarlas significaría no continuar dentro de la Barca de Pedro; fuera de la cual no hay salvación. La expresión de que Ubi Petrus, ibi Ecclesia, sigue siendo verdad, y la legítima Jerarquía sigue siendo la Jerarquía. A nadie le ha sido otorgado el poder de fundar una nueva Iglesia, que es lo que sería un Grupo disidente. La necesidad de vivir dentro de tales estructuras, permaneciendo sin embargo fieles a la Revelación, a la Tradición, al auténtico Magisterio y, en definitiva, a Jesucristo, forma parte de la cruz y del riesgo que los cristianos han de llevar adelante durante su vida terrena. ¿Quién ha dicho que el camino a recorrer por los verdaderos discípulos sea un camino fácil…? Así pues, unos y otros habrán de tener cuidado con errar y con equivocarse a lo largo de cualquiera de los numerosos vericuetos del camino. Pues la vuelta atrás quizá sería imposible y, en cuanto al ineluctable final, a nadie, pero absolutamente a nadie, le serían admitidas las excusas.
Por el reverendo Padre Alfonso Gálvez Morillas