12 noviembre, 2015
«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.»
Era la primera vez que estaba en Roma, y quedó impresionado, incluso abrumado, por este lugar, en donde lo ancestral y lo contemporáneo coexisten unidos, en una mezcla de caos y de fe, como un sentimiento de decadencia en medio de una sensación de eternidad.
Iba de camino a una iglesia para ver una estatua de Santa Teresa de Ávila, que un sacerdote de vuelta en casa, le había insistido en que la tenía que ver una vez en Roma. Conociendo al sacerdote, sabía que no podía regresar a casa sin antes haber visto esta obra de arte. Entró en la iglesia, más bien una pequeña iglesia barroca con una opulenta decoración de dorados y mármol, con un sol resplandeciente sobre el altar mayor. Pero él no había venido aquí para ver la iglesia. Él había venido aquí con un propósito. La guía le mostro cual era el altar menor en donde se encontraba la estatua. Y de repente allí apareció: la famosa escultura de Bernini, el Éxtasis de Santa Teresa, con el ángel a punto de perforar su corazón con una flecha. Se maravilló ante el milagro del movimiento que Bernini consiguió sacar de una losa de mármol; se maravilló al ver la expresión en el rostro de Santa Teresa; se maravilló de la delicadeza de toda aquella representación. Había luces en la escultura; pero a su vez, la luz también parecía venir de las mismas estatuas, como si toda la pieza de mármol estuviese inundada con una luz interior. – ¡Ah!, sí – se dijo – Muy hermosa. Mereció la pena la pena venir a verla. ¡Una preciosidad! ese rostro; esa luz. – Y se fue a ver otras cosas de su lista por la Ciudad Eterna.
El recuerdo de aquella estatua quedó con aquel hombre, incluso después de su regreso a casa. Se decidió a averiguar más, acerca de Santa Teresa y de leer un libro sobre su vida. Quedó impresionado por la experiencia de su conversión, por su energía y por su celo en la reforma de la Orden Carmelita. Estaba intrigado por sus experiencias místicas en las que fue arrebatada en éxtasis. Quería saber más; por lo que comenzó a leer algunos de sus escritos. Las palabras de esta mujer parecían cobrar vida en tantos pasajes por su sentido común; por su gran comprensión de la naturaleza humana; pero sobre todo por las desinhibidas descripciones de su experiencia de ser transportada por el amor de Cristo a la comunión con el mismo Dios. ¡Increíble!, pensó el hombre; semejante persona; semejantes ideas; semejante fe; semejantes experiencias maravillosas. Y entonces, cerró el libro y se dedicó a otra cosa. Sigue leyendo



