BEATOS AGATÁNGELO Y CASIANO, Mártires

7 de agosto

Señor, tú alegras mi mente de alegría espiritual.
Cómo es glorioso tu cáliz que supera
todos los placeres probados anteriormente.
(San Agustín)

 Agatángelo de Vendôme, fue beatificado por Pio X el 23 de octubre de 1904, junto con su compañero de martirio, Casiano de Nantes. El Padre Agatángelo nació el 31 de julio de 1598. Entró en la orden de los Capuchinos en 1619. Hombre de gran piedad, quiso hacerse misionero y ya en 1628 había sido asignado a las misiones de Oriente. En 1633 se encontró con el Padre Casiano en las misiones de Egipto. En noviembre de 1636 le fue confiada la misión de Etiopía, al frente de  otros cinco compañeros. Por razones de prudencia se dividieron en grupos de dos. Agacángelo y Casiano abandonaron El Cairo el 23 de diciembre de 1637 y poco después llegaron a Serawua. Allí fueron descubiertos y torturados para luego ser enviados a Gondar, en Etiopía, donde murieron lapidados.

   Agatángelo, además de sacerdote, fue un gran erudito. Así lo demuestra la correspondencia que mantuvo con el célebre arqueólogo y astrónomo provenzal Nicolas-Claude Fabri de Peiresc, quien le solicitó informaciones sobre observaciones de eclipses de luna con el fin de determinar con precisión las longitudes.    

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SAN HORMISDAS, Papa

Siempre obedientes y sujetos a los pies de la Santa Iglesia,
firmes en la fe católica, guardemos la pobreza y la humildad
y el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo.
(San Francisco de Asís)

San  Hormisdas Nació en Frosinone. Durante su pontificado tuvo lugar la definitiva conciliación entre Iglesia Oriental y Occidental. Demostró habilidad y autoridad en las negociaciones.

En Constantinopla se suscribió la así llamada fórmula Hormisdas que volvía a proponer prácticamente la doctrina del Concilio de Nicea, de Calcedonia y de la carta de San León Magno. Ésta terminaba así: «…Estoy de acuerdo con el Papa en la profesión de la doctrina y reprendo a todos los que él reprende».

   Sin embargo en política se produjo una verdadera fractura entre Oriente y Occidente por culpa del emperador Justino. Este quería reconquistar Italia e incorporarla al imperio. Pero tenía que enfrentarse con Teodorico. Utilizó contra él, arriano, el arma de la religión, contando con el respaldo del Papa y de los católicos. Puso pues la población de Italia contra él y, con un edicto empezó la persecución contra los arrianos, llegando a cerrarles su iglesia. Teodorico respondió persiguiendo a los católicos, que consideró responsables de la política imperial. Víctima de esta nueva situación fue el ministro de Teodorico, el poeta Boecio, que fue condenado a muerte por su rey (524), y escribió en la cárcel su famoso tratado De consolatione philosophiae, obra perteneciente al patrimonio de la cultura universal.

Hormisdas legisló en materia de disciplina eclesiástica: se vetaba otorgar el cargo de obispo a cambio de privilegios y donaciones. Durante su pontificado San Benito fundó su orden.

   La persecución de los vándalos terminó pocos días antes de la muerte de San Hormisdas.   

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San Molua (Lugaid), confesor

4 de agosto
— Abad irlandés
(† principios del siglo VII)

Su nombre era Lugaid (pronunciado Lua). El prefijo irlandés “mo” significa “mi”, expresión de cercanía y cariño. Así nació el apelativo Molua —“mi Lua”— por el que comúnmente se le conoce. Nació hacia mediados del siglo VI (alrededor del 554 d. C.), en el reino de Munster, en una familia noble de la septa Corca Oiche, de los Uí Fidgenti; su padre se llamaba Carthach, y su madre, Sochla, de Ossory.  Fue discípulo de San Comgall, quien lo acogió en el monasterio de Bangor, en el Ulster, uno de los centros monásticos más destacados de su tiempo.

MEDITACIÓN
SOBRE LA VIDA
DE SAN MOLUA

I. Tras su formación, consagró su vida a la evangelización y fundó numerosos monasterios en Irlanda: el más célebre, Clonfert-Molua (en Laois, antiguamente Queen’s County), y otro notable en Killaloe (Condado Clare), cuyo nombre deriva de Cill-da-Lua —la iglesia de Lua.Según tradiciones citadas por San Bernardo, Molua redactó una regla monástica rigurosa, caracterizada por silencio austero, recogimiento y notable severidad, incluido el impedimento de que mujeres se acercaran al recinto sagrado. Era famoso por su hospitalidad: recibía a los peregrinos como si fueran Cristo mismo. Su sensibilidad hacia la creación era extraordinaria; se dice que, al morir, todos los seres vivientes —humanos y animales por igual— lamentaron su partida.

II. Una leyenda relata que un novicio vio cómo un pajarillo lloraba por la muerte del santo. Un ángel intervino para calmar su pena, explicando que “todos los seres vivientes lamentan su pérdida, pues él amó a todo ser viviente”. Se le atribuyen milagros desde temprana edad: se cuenta que sanó a su padre de una enfermedad grave —incluso se dice que restauró una pierna amputada— y realizó prodigios que reforzaron su fama de hombre de Dios. Murió a principios del siglo VII; las fechas más citadas son entre el 605 y el 609, aunque algunas fuentes sugieren hasta el 622. Su fiesta se celebra el 4 de agosto, especialmente en Irlanda.

III. San Molua —Lugaid, “mi Lua”— se distingue como un modelo excepcional del monaquismo irlandés: hombre de oración, fundador incansable, amable con todos los seres y autor de una regla austera. Su legado perdura en los lugares que edificó, en su fama de santidad y en el profundo testimonio de compasión hacia toda la creación.

ORACIÓN

Oh Dios, que concediste a San Molua un corazón manso y caritativo,
haz que también nosotros aprendamos a vivir en humildad,
a servir a los pobres y a reconocer en toda tu creación
el reflejo de tu bondad.
Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

LOS SANTOS MÁRTIRES MACABEOS

1º de agosto

Al fin. Ya todo se acabó. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis…. los siete. Con el martirio de cada uno de ellos le iban arrancando a ella, la madre, un trozo de su ser. Por eso ya no le quedaba nada. Vivía, pero su vida se había ido agotando con la muerte de cada uno de sus hijos. Ni dolor posible había para ella. Era como un vaso lleno donde ya no cabe agua.

   Los había visto morir, uno a uno, casi cacho a cacho, en medio de una espantosa carnicería. La lengua, las manos, los pies… Y luego, así manando sangre, despojos humanos, a la caldera del aceite hirviendo. Pero, eso sí, valientes, erguidos, animosos. Proclamando su fe, cuando podían hablar, con palabras arrebatadas. Cuando ya no, con su mirada, con sus ojos brillantes de dolor o de esperanza, fijos en el cielo o en ella. Y luego, el mismo retorcimiento de sus miembros, el crepitar de sus carnes, el vaho espeso y atosigante de sus grasas, era como un incienso nuevo que traspasaba los techos del palacio y del mundo en un puro grito de amor.

   Y ella, allí. Cada tormento de sus hijos era un golpe de dolor y de asfixia que se le iba represando en la garganta. Venía el dolor a oleadas, amenazando romper el dique de su corazón. Pero no. El quiebro de su fortaleza se notaba apenas en aquel sordo sollozo interior, en aquella leve crispación súbita de sus miembros, en aquella acentuada presión de sus manos al estrechar contra su pecho el apiñado racimo humano que iba reduciéndose, reduciéndose…

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